Ha desaparecido lo insólito, lo extraordinario e inusual. Se ha normalizado lo que hasta hace poco eran hipótesis imposibles, novelas de ficción o pesadillas. Lo que fue improbable, es ahora parte de la vida cotidiana, acápite de cualquier noticiero que se mira sin conmoción. La tragedia, el crimen o el despropósito político, se olvidan cuando llega la siguiente novedad, o el escándalo que nubla la mente y suscita alguna pasajera indignación.
Terremotos, erupciones volcánicas, tifones que arrasan ciudades enteras, lluvias que no cesan, sequías, tormentas, epidemias y catástrofes, son hechos de cada día, como son los absurdos políticos transformados en asuntos baladíes. Hasta hace poco, semejantes noticias eran motivo de conmoción, y quedaban por largo tiempo en la memoria; fueron acontecimientos extraordinarios, temas de crónica de algún viajero asustado o de un cronista de guerra. Fueron episodios difíciles de olvidar. Hoy, por lo frecuentes, porque la noticia ocurre en tiempo real, y por la vulgarización de la capacidad crítica, cualquier episodio de esa magnitud es uno más, es una especie de bulo que crece gracias a la frivolidad con la que se asume la vida.
La normalización de lo insólito pervierte la política, transforma la vida pública en una sucesión de absurdos y convierte a los ciudadanos en consumidores de noticias y de escándalo. Anula la sensibilidad y propicia el cinismo tanto de los actores del evento como de sus espectadores, que, ante cada barbaridad, se encogen de hombros y asumen que así mismo es.
Los intelectuales auspician dictaduras en nombre de la libertad, condenan al adversario en ejercicio de la tolerancia, entendida como intransigencia, descalifican las discrepancias e incurren, incluso, en la tontería. Los académicos encuentran las más enrevesadas explicaciones a lo inexplicable. Prospera la normalización de lo insólito gracias a la abdicación del sentido común y a la renuncia a la capacidad de sorprenderse.
En efecto, ya nada nos asombra. Lo improbable y lo absurdo se concreta a la vuelta de la esquina y se hace realidad. El embate de los hechos, la frecuencia del disparate y la vigencia de la estupidez contribuyen a la construcción de una sociedad ganada por la indiferencia y el sarcasmo, sin memoria, sin historia, sin idea de sí misma. Vivimos entre el tumulto de los hechos, la ausencia de dirección y el infinito aburrimiento de masas de consumidores apurados, de ciudadanos sin democracia en el corazón. Y, por cierto, entre gente acosada por la opinión dispersa en los infinitos mensajes que cada cual emite en las redes sociales.
En todo esto opera la gran capacidad de adaptación de la sociedad, su imaginación en la tarea de encontrar medios para sobrevivir, y opera la capacidad de las dirigencias para preservar sus intereses y encontrar explicaciones a las más extrañas desviaciones de la conducta. El problema de fondo está en que la normalización de lo insólito pasa por una ética que se queda sin piso, por unos valores que se derogan y unos escrúpulos que se extinguen. (O)