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Debemos ser más críticos, investigar antes de indignarnos y aceptar que la libertad de expresión es fundamental, incluso cuando nos incomoda. En el fondo, parece que tenemos una verdadera necesidad de ofendernos.

31 Julio de 2024 15.58

En un mundo donde la indignación parece haberse convertido en el deporte favorito de muchos, la inauguración de los Juegos Olímpicos de París 2024 nos ofreció un espectáculo digno de medalla de oro: la controversia en torno a una supuesta parodia de "La Última Cena" de Leonardo da Vinci. ¿Antes de encender las antorchas y formar piquetes virtuales no cabía preguntarse si realmente era "La Última Cena"? Ni el número de comensales ni la presencia de Dionisio como invitado respaldan tal afirmación (salvo que los organizadores tengan información que no conocemos sobre quién estuvo presente en la ocasión). Pero, ¿quién necesita hechos cuando se tiene la ofensa?

La reacción fue inmediata y visceral. La gente se apresuró a ofenderse sin siquiera verificar los detalles, como si comprobar datos e investigar fueran lujos de una era pasada (cuando nunca ha sido más fácil). En lugar de eso, prefirieron saltar a conclusiones rápidamente. Y lo más irónico es que, incluso cuando se les presentan los hechos objetivos, muchos deciden mantenerse ofendidos. Parece que la indignación es más confortable que aceptar que tal vez, solo tal vez, se han equivocado.

Pero es más, incluso si la escena hubiera sido una parodia de "La Última Cena", es importante recordar que no existe el derecho a no ser ofendido. La libertad de expresión incluye la posibilidad de criticar y, sí, incluso de burlarse de ideas religiosas (así como de símbolos patrios, ojo). La sociedad debe aprender a distinguir entre un ataque personal y una crítica a las ideas, por más sensibles que estas sean. Para vivir en sociedad se requiere aceptar que no todos compartimos las mismas creencias y que es posible coexistir pacíficamente a pesar de nuestras diferencias.

Cabe destacar que si la burla hubiera sido dirigida a otro grupo menos protegido o numeroso, es probable que la reacción hubiera sido menos radical, e incluso algunos de los que ahora se ofenden podrían haber celebrado el acto. Esta doble moral demuestra una falta de coherencia en nuestra defensa de la libertad de expresión y revela prejuicios profundos sobre qué ofensas consideramos aceptables.

Lo más grave es que este tipo de incidentes no caen en el vacío. Los sectores más reaccionarios aprovechan estas situaciones para polarizar y dividir a la sociedad. La indignación es una herramienta poderosa para movilizar a las masas y promover agendas que a menudo son contrarias a la libertad de expresión y la diversidad de pensamiento. Es alarmante cómo estos grupos pueden manipular las emociones de las personas y generar controversias artificiales. La facilidad con la que la gente cae en estas provocaciones muestra cuán vulnerables somos a la manipulación y cuán profundamente divididos estamos como sociedad.

Es trágico que, ya avanzando en el primer cuarto del nuevo siglo, sigamos siendo tan cerrados y reaccionarios. La rapidez con la que la gente se ofende y la falta de disposición para aceptar explicaciones demuestran un fanatismo colectivo alarmante. Y la capacidad de los sectores ultra conservadores para manipular emociones y fomentar divisiones refleja nuestra vulnerabilidad como sociedad.

Esta controversia no solo destaca nuestra tendencia a ofendernos sin motivo, sino también cómo ciertos grupos explotan esta actitud para dividirnos. Debemos ser más críticos, investigar antes de indignarnos y aceptar que la libertad de expresión es fundamental, incluso cuando nos incomoda. En el fondo, parece que tenemos una verdadera necesidad de ofendernos. (O)

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