Hablar de la “nada” exige remitirse al “ser”. Y ello en el contexto del existencialismo de dos de sus más connotados representantes: M. Heidegger (1889 – 1976) y J. P. Sartre (1905 – 1980). El primero lo aborda desde el “tiempo”; el segundo, desde la “negación”. Ambas aproximaciones se complementan el momento en que siendo el tiempo connatural al ser, y la nada negación de éste, sin tiempo llegamos al vacío. Es aquel vacío nacido de una existencia sin sentido.
Para el existencialismo de corte heideggeriano, la existencia es anterior a la esencia. Toda y cualquier manifestación humana se retrotrae a la objetividad que representa la presencia del hombre. La corriente filosófica distingue la existencia frívola/cotidiana, de la auténtica. En aquella el ser es impersonal y como tal decante. La auténtica, por el contrario, realiza a la persona en su propia dimensión. Solo en la vida genuina el ser se encuentra consigo mismo, fruto de un proceso de profundización en su naturaleza. La “angustia” juega un rol relevante en este “encuentro” del hombre con su existencia.
La angustia es un estado de la nada existencialista. El ente que se enfrenta a una vida plasmada de incertidumbres y contingencias, incluida la muerte, cuestiona su existencia en la nada. Es una ausencia de las cosas – el abandono de la esencia – que pudiendo ser, jamás se materializa en un “es”. Se trata de una nada ontológica, que para nosotros es la tragedia del hombre que deseando tomar previsión de un algo, arriba tan solo a saberse en abandono. Va ligada a la nada sartriana: “la conciencia es un ser para el cual es, en su ser, conciencia de la nada de su ser”.
La dignidad del hombre en su proyección existencial es la constante lucha entre su libertad y su responsabilidad de ser una solución. En El ser y la nada, Sartre concluye en la realidad evidente de que, como humanos, somos la respuesta. Solución o respuesta que, para el francés, las “hacemos existir” en función de compromisos para con la vida misma. De allí la necesidad de proyectarnos en un ser-para-si al tiempo que en un ser-para-otros. Volveremos abajo para desarrollar esta idea. El existencialismo – sartriano y heideggeriano – parte de la consideración primaria de que no existe esencia sin presencia; es decir, que la existencia es siempre previa a aquella, según ya lo afirmamos.
Estudiosos de Sartre catalogan a su filosofía, y en especial a sus derivaciones sicológicas, como fenomenológicas, que desembocan en una aproximación ontológica. Fenomenología que llevó al francés a defender al marxismo en política, lo cual es la base sobre la que se tiende a cuestionarlo inmerecidamente. Las teorías de tanta profundidad como las sartrianas quedan siempre sujetas a interpretaciones. Lo importante es ubicarlas en los contextos en que fueron discernidas.
Intentemos extrapolar las consideraciones filosóficas de Sartre al campo sociopolítico. Nos interesa entender cómo sus ideas interactúan en la operatividad de una sociedad en que priman impresentables intereses materiales individuales por sobre el hombre y su dignidad.
Es imprescindible partir de la triple categorización del “ser” sartriano: ser-en-sí, ser-para-sí y ser-para-otros. La primera guarda relación con la realidad humana objetiva. La segunda corresponde a la conciencia del hombre. La última y más relevante, sociológicamente, implica un efectivo adeudo del ser frente a sus congéneres. En esto, y en particular respecto de la última aproximación referida, solo las personas cortas de mente pueden identificar marxismo arbitrario. Son aquellas incapaces de entender que el compromiso y la solidaridad no es ideología pero decoro y decencia.
La superación del marxismo, positiva en todo orden, no vino acompañada de la necesaria “concientización” sobre el imperativo de forjar un régimen de equidad. Se asumió en forma errada que una vez rebasadas las contradicciones del comunismo, el capitalismo se encargaría, como mero sistema político-económico, de emprender en justicia social. Así aparecieron – en Iberoamérica, Chile es ejemplo emblemático – voces que abogaron por un liberalismo y mercantilismo aberrantes. El resultado fue la nada social, germen de un populismo vergonzoso. Es tal vez la socialdemocracia como ideología “de avanzada” la que mejor ha comprendido los fenómenos sociales demandantes de soluciones pragmáticas en democracia.
Luego de las monstruosas experiencias que América Latina ha debido enfrentar, y lo sigue haciendo, con gobiernos de tinte populista del todo alejados de responsabilidad para con sus pueblos, es hora de emprender en nuevos rumbos. Estos derroteros deben partir del “ser-para-otros”. De no hacerlo, la región seguirá sumida en profundas deficiencias estructurales.(O)