Las heridas sociales no cierran por sí solas. Si no se tratan, si no se enfrentan con decisión, se infectan. La desaparición forzada en Ecuador es una de esas heridas: una marca que atraviesa generaciones y que, en lugar de sanar, sigue supurando impunidad, dolor e incertidumbre. La muerte de Pedro Restrepo, un hombre cuya vida fue sinónimo de resistencia frente al olvido, nos obliga a mirar de nuevo hacia esta cicatriz nacional que aún no encontramos cómo cerrar.
Restrepo dedicó más de tres décadas a buscar justicia para sus hijos, Santiago y Andrés, desaparecidos en 1988. Su lucha comenzó como la de un padre que no aceptaba el silencio y terminó convirtiéndose en un símbolo de la exigencia de verdad en un país que ha fallado, una y otra vez, en proteger a los suyos. Ahora que él se ha ido, queda su legado, pero también queda la deuda: ¿la herida sigue abierta?
Tal vez te puede interesar: El manifiesto del asesino de CEO
Esa misma herida se agrava con la desaparición de Steven, Nehemías, Josué e Ismael, cuatro niños de Guayaquil que este diciembre fueron vistos por última vez siendo detenidos por presuntos miembros de las Fuerzas Armadas. Sus familias, al igual que la de los Restrepo hace más de tres décadas, enfrentan la incertidumbre desgarradora de no saber, de no entender por qué el sistema que debería protegerlos les da la espalda.
Las cifras son contundentes. Desde 2014, más de 46.000 personas han sido reportadas como desaparecidas en Ecuador. Aunque la mayoría de los casos se resuelve, alrededor de 2.000 permanecen sin respuesta, según Asfadec. Cada uno de estos números representa una familia que vive entre el dolor, el duelo y la esperanza desesperada de encontrar a su ser querido.
A nivel regional, América Latina enfrenta una crisis similar. Más de 30.000 desapariciones forzadas son reportadas anualmente, según la ONU. Estas cifras reflejan un patrón que atraviesa fronteras: la combinación de pobreza, crimen organizado y corrupción que convierte a nuestra región en un terreno fértil para la impunidad.
Lee también: Lo que no te cuentan de la IA
Pero las desapariciones no son solo un problema estadístico. Cada una es un grito silenciado, una vida que quedó en suspenso y un sistema que dejó de funcionar. Las familias que buscan a sus seres queridos no solo enfrentan el dolor de la pérdida, sino también la indiferencia de las instituciones y la desidia de una sociedad que a menudo prefiere mirar hacia otro lado.
El caso de los niños de Guayaquil es particularmente doloroso porque involucra a menores. No hay excusas ni justificaciones posibles: la niñez debería ser sagrada. Cuando el Estado falla en proteger a los más vulnerables, no solo pierde legitimidad, sino también su razón de ser.
Restrepo nos dejó una lección que no debemos olvidar: la justicia no llega sola. Hay que buscarla, exigirla, construirla. Su vida fue una advertencia de lo que pasa cuando permitimos que las heridas sociales se infecten. Su muerte, y el caso de los niños de Guayaquil, son un llamado urgente a la acción. ¿Cuántos otros casos ni siquiera nos enteramos?
No podemos permitir que la desaparición de personas siga siendo una sombra que atraviesa generaciones. No podemos aceptar que las familias sigan enfrentando solas una lucha que debería ser colectiva. La memoria de ese eterno luchador y el clamor de los cuatro de las Malvinas nos exigen a enfrentar esta herida de frente, no con resignación, sino con la decisión de cerrarla con verdad y justicia.
Que 2025 no sea otra temporada de silencio. Que sea el año en que empecemos a tratar esta deuda con la seriedad que merece. Porque las heridas, por profundas que sean, siempre tienen la posibilidad de sanar. Pero solo si decidimos hacerlo juntos. (O)