¿Te acuerdas del uso de mascarillas y de aquellos días encerrados en casa?, la pandemia del COVID-19 fue hace pocos años, las calles vacías, el silencio, las mascarillas que ocultaban nuestras sonrisas, y los abrazos se volvieron prohibidos. Cada día nos enfrentábamos a cifras alarmantes de contagios y muertes, y las despedidas se hacían a través de pantallas frías. Sin embargo, a medida que el mundo empezó a recuperarse, también lo hizo nuestra necesidad de olvidar. Por muchos es considerado uno de los eventos más significativos y devastadores de la historia. Afectó a millones de personas y no solo de manera física, sino también emocional y mental. Sin embargo, la humanidad tiende a olvidar rápidamente.
La memoria humana es un terreno frágil, moldeado por la necesidad de protegernos del dolor. La historia está llena de ejemplos de eventos catastróficos que, con el tiempo, han sido olvidadas. Las guerras mundiales, pandemias anteriores como la gripe española de 1918, y desastres naturales han dejado cicatrices profundas, pero también han sido olvidados por la mayoría de la población. A veces, recordar no trae felicidad. La psicología nos dice que tendemos a bloquear o minimizar recuerdos traumáticos para poder seguir adelante. Este mecanismo de defensa, aunque necesario, puede llevarnos a olvidar las lecciones aprendidas y el sufrimiento vivido.
Creo que los seres humanos tenemos una gran capacidad para adaptarnos a nuevas circunstancias, al final entiendo que tenemos que seguir viviendo; actualmente hay una de sobrecarga de información. Cada día, estamos bombardeados con nuevas noticias y eventos que desplazan a los anteriores, es normal que con el tiempo, los eventos pierden su intensidad emocional. Pero también es vital que, como sociedad, no permitamos que el olvido borre las lecciones de la pandemia. Debemos recordar para honrar a quienes no están, para agradecer a quienes estuvieron en la primera línea, y para estar preparados ante futuros desafíos. Recordar no tiene por qué significar vivir en el dolor constante, sino aprender de él y transformar ese sufrimiento en resiliencia y esperanza.
Hay formas de mantener viva la memoria de lo sucedido. La educación es una herramienta poderosa. Las historias y los testimonios de aquellos días difíciles deben ser compartidos y preservados. Y, sobre todo, debemos cultivar la empatía y la solidaridad, recordando siempre que, aunque el dolor haya pasado, las cicatrices aún existen en muchos corazones.
La pandemia de COVID-19 ha sido un capítulo doloroso en la historia de la humanidad. A medida que avanzamos hacia el futuro, es esencial que no permitamos que el olvido borre la magnitud de lo vivido. Recordar es un acto de amor y de respeto hacia aquellos que sufrieron, hacia aquellos que ya no están, y hacia nosotros mismos. La memoria puede ser frágil, pero ahí esta nuestra capacidad de recordar donde reside nuestra humanidad.
La debilidad de la memoria es un arma de doble filo. Nos permite sanar y avanzar, pero también nos hace vulnerables a repetir los mismos errores. La urgencia del presente desplaza rápidamente las lecciones del pasado; mientras el mundo recupera una sensación de normalidad, es crucial recordar que la memoria no debe ser desechada con la misma facilidad con la que botamos nuestras mascarillas. Creo que en este delicado equilibrio entre recordar y olvidar es donde reside la verdadera lección de la pandemia: nuestra fragilidad es también nuestra fuente de fortaleza, que no se olvide que nadie tiene la vida asegurada, que no se nos olvide SER seres humanos. (O)