El peregrinaje nos permite explorar y mirar hacia adentro mientras avanzamos hacia afuera. No se trata solamente de moverse de una geografía a otra, sino también, de abrazar el paisaje, lo inesperado, y, especialmente, a cada ser distinto y resiliente que camina junto a nosotros. Individualmente escogemos, acogemos y construimos nuestra propia ruta, pero qué importante resulta dejarnos acompañar de las personas correctas en el viaje de la vida. Llegué a esta conclusión en el Camino a Santiago de Compostela; una experiencia retadora que me permitió reconocer el verdadero valor de los seres humanos que me acompañaron durante este trayecto de casi trescientos kilómetros (8 adultos y 9 niños), pero también, de quienes, en el camino de la vida, ya llevaban millones de kilómetros a mi lado, ayudándome a absorber lo mejor de la travesía, incluso con la atmósfera en contra.
Dos semanas antes de salir a la ruta, me encontraba en el hospital lidiando con mis vías respiratorias, que estaban fallando constantemente. Entre la tos y una contractura en mi lumbar; entre antinflamatorios y remedios expectorantes; entre la debilidad y las ganas de sentirme mejor, pensé que debía abandonar la misión, pero cuando llegó el día, mi cuerpo me sorprendió una vez más saliendo a flote. Esa era la verdadera intención que me llevaría hasta Santiago de Compostela: agradecer que estaba bien y que mi salud había superado lo más complejo.
En el día uno, camino a Esposende, una mezcla de emociones se percibía en el aire, incluyendo el nerviosismo como papás y mamás, tratando de cuidar a los niños, que, a diferencia de nosotros, siempre viven el presente. Cruzamos Oporto en bicicletas eléctricas para poder conectar con la ruta del tranvía que señalaba el camino de peregrinaje. En este trayecto llegaron las primeras caídas, provocadas principalmente por los nervios, la lluvia y el viento, que atacaban respectivamente nuestro equilibrio, visibilidad y movilidad. Pero no es lo único a lo que te enfrentas en el camino; también te encuentras con tus propias cargas, aun habiendo más hombros para compartirlas. Trataba de no estar detrás de mis hijos para no transmitirles mis miedos, quería dejarlos libres, y a la vez, construir un espacio para mí, para mis cuestionamientos y para equilibrar mi propio peso a solas. Quienes me acompañaban, me conocían muy bien; lograban detectar y respetar el momento en el que yo decidía mimetizarme con el paisaje. Todos teníamos una forma distinta de apreciar el recorrido, incluso con el clima desalentador.
La lluvia y el viento jugaban a derribarnos de las bicicletas a diario; el aire feroz, con sabor a agua sal proveniente del paisaje costero, hacía que las olas y la arena del mar, por poco y nos entierren. Tuvimos que bajar de las bicicletas muchas veces, retroceder, cambiar de ruta, subir por colinas y atravesar superficies extenuantes, pero la consigna era seguir pedaleando juntos, no obstante, contratamos un par de rescates cuando sentimos que era necesario por la seguridad de todos. El camino nos enseñó a pausar.
En el día dos, se sumaron paisajes de bosques y ríos, pero el viento y la lluvia contraatacaban. Después de cincuenta y cuatro kilómetros recorridos, tuvimos que parar nuevamente. En el día tres, camino a Vigo, el panorama seguía igual; no sentíamos las manos del frío. En el día cuatro, cuando pensé que debía parar debido a una intoxicación que sufrí la noche anterior, ¡al fin salió el sol en Pontevedra! Agradecí que mi cuerpo no me falló y que el camino siempre trae algo inesperado consigo.
En nuestra última etapa decidimos que enfrentaríamos el clima cubriéndonos con guantes de látex y fundas en los pies para tratar de aislar el agua y el frío. Los diecisiete peregrinos me seguían sorprendiendo, y no solo por su creatividad. Cada uno aprendió a dejar los egos a un lado y a ocupar un rol. El que sabía guiar, guiaba; el que sabía animar, animaba; el que sabía cuidar, cuidaba; el que sabía contemplar, nos ayudaba a percibir el paisaje a través de sus ojos. Todos nos complementamos de cierta forma, aunque a distintos ritmos. Un arcoíris hizo que desprendiera algunas lágrimas mientras ingresábamos a la plaza de Santiago de Compostela. Los peregrinos abrieron paso y aplaudieron a los niños. Fue un momento muy emotivo para agradecer y festejar cada caída, raspón, entumecimiento, cuesta, e intento de renuncia. Pese a todo, completamos el camino juntos. No era el destino geográfico el protagonista, sino lo que estaba sucediendo dentro de cada uno de los peregrinos en ese momento. La maravilla de ir acompañada por las personas correctas en el camino, fue una oportunidad para perderme y encontrarme, para ayudarme a lidiar con los miedos y con la desesperación cuando las cosas no iban como quería, para aprender y desaprender, y para ratificar que el camino de cada ser humano es distinto, pero son estas diferencias las que nos permiten crecer y sacar lo mejor de cada uno, aunque la atmósfera augure lo contrario. (O)