La cultura
La cultura, y la libertad para hacerla posible, para potenciar las capacidades y la inteligencia de la gente, para hacer cine, escribir, pensar, etc. son asuntos a los que la sociedad no puede renunciar. Eso corresponde a su patrimonio espiritual, pertenece a sus raíces.

¿Quién genera cultura? ¿Quién hace literatura, pintura, crítica, cine? ¿Quién es “autor” de las costumbres y las tradiciones? ¿Quién reflexiona, con valor permanente, sobre los grandes temas de la humanidad? ¿Quién produce pensamiento independiente; quién imagina; quién explora los recovecos de la sociedad? ¿Lo hace el Estado, los asambleístas; lo hacen los políticos, la burocracia, o los individuos libres? ¿Los principios, los valores, el concepto de los derechos nacen de los formularios ministeriales, de las leyes, o de la conciencia y de la acción espontánea de gente libre?

Estos temas, y las preguntas cuyas respuestas parecen obvias, surgen aquí y en cualquier parte, cuando el Estado pretende meterse con la cultura y convertirse en juez de los valores y de la ética. Surgen estas inquietudes cuando se sugiere que las instituciones a través de las cuales, por muchos años, se canalizó ese espíritu de la sociedad, se transformen en dependencias ministeriales al servicio de los inspectores del gobierno. Y nace también la interrogante mayor de si el Estado tiene derecho a incidir sobre lo más sensible y valioso que tiene la comunidad: la capacidad de crear, incluso la forma de expresar sus sentimientos y el modo de vivir en concordia. Y esto porque, quiérase o no, la estatización, la burocratización, conducen a extremos, esterilizan, politizan, someten a la gente y mediatizan las libertades. Ese género de acciones son la antesala de despotismo.

La cultura, por principio, para prosperar y crecer, necesita libertad. El secreto está en no condicionar ni legislar sobre la capacidad creativa, en tener claros los linderos entre la política y los ámbitos reservados a las personas, y en comprender que toda acción estatal tiene límites, y que esos límites no nacen solamente de las leyes, sino de la índole de los individuos, de su dignidad y sus vocaciones, nacen de la autonomía de las personas y de su privacidad, y, por cierto, del respeto a la cultura. Más aún, hay que admitir que las mejores obras en todos los órdenes, y en todas las artes, son las que han surgido del ejercicio de la capacidad crítica y de la libertad. No conozco literatura de calidad que haya surgido y florecido por inspiración burocrática. Sí conozco, en cambio, mucha literatura que surgió como flor en el desierto en contra de los despotismos, y pese a todas las adversidades. 

La cultura, y la libertad para hacerla posible, para potenciar las capacidades y la inteligencia de la gente, para hacer cine, escribir, pensar, etc. son asuntos a los que la sociedad no puede renunciar. Eso corresponde a su patrimonio espiritual, pertenece a sus raíces. Entonces, para articular medidas que, de alguna manera, afecten a esos bienes, debe meditarse cuidadosamente, y considerarse que se trata de temas permanentes y mucho más hondos que aquello de cambiar nombres, abolir o modificar prácticas, modificar los pensamientos y las costumbres, en uso y abuso del poder.

La cultura, ese patrimonio intangible de la sociedad, merece un trato ponderado y cuidadoso. Allí es donde se miden las libertades.  (O)