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En un contexto en el que el desprestigio de la política y la clase dirigente es una realidad extendida en la mayoría de las democracias occidentales, que afecta profundamente el lazo representativo, la comunicación negativa plantea también importantes dilemas éticos y riesgos para la legitimidad de todo el sistema, y por eso, debe utilizarse con mucha cautela.

12 Noviembre de 2021 10.20

En los últimos tiempos, y a pesar de que con frecuencia es negada incluso por quienes la utilizan, la estrategia política de apelar a la comunicación negativa está cada vez más extendida en las diversas latitudes del mundo, en todo momento, pero especialmente en tiempos electorales.   

Ahora bien, ¿qué se entiende por comunicación negativa? Y, ¿qué objetivo persigue? En pocas palabras, puede resumirse como una estrategia de comunicación política que, en lugar de centrarse en las virtudes propias, atributos positivos, cualidades, ideas o propuestas de un candidato, partido o gobierno, apunta a resaltar los defectos o las debilidades del adversario, poniendo el foco en lo negativo que representan. Entre los varios objetivos posibles que se suele perseguir con este tipo de estrategias de comunicación pueden mencionarse, crear “sentimientos negativos” hacia los adversarios u opositores; desalentar la participación de simpatizantes de la oposición; asociar a los adversarios con figuras o grupos desprestigiados, o con asuntos considerados negativos por la opinión pública; desviar la atención de un ataque o de un hecho perjudicial que involucra al propio gobierno; entre otras tantas posibilidades. 

A la hora de analizar las razones por las que se utilizan este tipo de estrategias de comunicación y el por qué hoy están en auge las campañas negativas, la respuesta es simple y concreta: porque funcionan. Tanto en sistemas bipartidistas como en escenarios políticos muy polarizados, donde lo que gana o lo que pierde uno de los contendientes es siempre en detrimento o en beneficio del otro, los ataques estratégicos bien diseñados pueden ser muy efectivos. 

Ahora bien, en contra de cierto sentido común instalado en algunos sectores de la opinión pública, no toda comunicación negativa entraña necesariamente lo que, a falta de un concepto más preciso, se suele entender como campaña sucia. Sin dudas, estas existen, y los cambios en los hábitos de consumo de información producto de las transformaciones tecnológicas han facilitado la propagación de noticias falsas que generan en ocasiones un daño irreparable, al punto tal de consolidarse en una posverdad. Pero las campañas negativas en muchos casos no incluyen información falsa, sino que apuntan a recordar, resaltar y reiterar cualidades, ideas o decisiones que efectivamente ese candidato posee o ha manifestado en ocasiones previas, y que generan rechazo en una buena porción del electorado.  

Una variante particular de comunicación negativa es aquella que apela al miedo de los electores y los ciudadanos. Si bien el miedo es tan antiguo como el ser humano mismo, no por ello ha perdido su efectividad en el ámbito de la política. El sentimiento de temor puede surgir de forma instintiva o espontánea en la opinión pública, pero también puede ser producto de una estrategia de comunicación intencionada. En esos casos, se recurre a discursos y mensajes políticos con advertencias y amenazas, en ocasiones explícitas y en otras veladas, acerca de los males y las consecuencias negativas que se derivarían del triunfo de la oposición, o del fracaso de una política o decisión gubernamental. La apelación al miedo suele ser más efectiva cuando el temor se refiere a una amenaza concreta y remite preferentemente a la propia experiencia del ciudadano, por ejemplo, ante la posibilidad de perder un derecho o un beneficio material que ya tiene. Por el contrario, resulta mucho menos persuasiva cuando la amenaza proviene de una supuesta situación futura que aún no es percibida o vivida, y a menudo no puede ni siquiera ser imaginada.  

En todo caso, la utilización de cualquier técnica de comunicación negativa debe ser siempre producto de una decisión estratégica no solo sustentada en un riguroso y un sólido proceso de investigación de opinión pública, sino que también debe ser respaldada en la imagen del gobierno o  las cualidades y los atributos reconocidos y reconocibles del propio dirigente o candidato, para que esta sea creíble y cumpla con el objetivo buscado. Si no se establece previamente la credibilidad del gobierno, podría potenciarse la posibilidad de que se registre un efecto boomerang o rebote, es decir, que termine generando sentimientos negativos hacia el responsable del ataque. Por ello, muchas veces la mejor decisión estratégica es realizar una campaña positiva y no atacar. 

En definitiva, las campañas negativas son un recurso hoy habitual, y no son necesariamente 
malas. Mientras se respete siempre el límite del ataque personal y la difamación o la calumnia, en ocasiones pueden favorecen la comparación de ideas y propuestas, aumentar el interés por la contienda, proporcionar información relevante al votante, estimular la deliberación pública y contribuir al debate, generando así efectos positivos para el sistema democrático. Sin embargo, en un contexto en el que el desprestigio de la política y la clase dirigente es una realidad extendida en la mayoría de las democracias occidentales, que afecta profundamente el lazo representativo, la comunicación negativa plantea también importantes dilemas éticos y riesgos para la legitimidad de todo el sistema, y por eso, debe utilizarse con mucha cautela.  (O)
 

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