Realidad innegable: la ciudad fue, y es aún, el más importante referente de la vida moderna. Occidente nació en la ciudad, el Estado es hijo de la ciudad. En ella se concentran millones de personas, y están allí la prosperidad y la miseria, la ilusión y la esperanza. Están las posibilidades y las frustraciones, los museos y los basureros, y está la contaminación y la violencia. Están los actos de masas.
La ciudad fue signo de civilidad, distintivo de cultura, espacio donde prosperaron, a la par, el mercado y la academia, la universidad y el comercio, y donde, al decir de algunos, triunfó la civilización sobre la barbarie. Ciudadano, o hijo de la ciudad, fue, alguna vez, aquel ser comprometido con la democracia y con los intereses de su país. La ciudad, con puntuales excepciones, fue tierra fértil para la legalidad. Todo eso fue la ciudad occidental y, a su modo, su hija, la latinoamericana.
Pero, ha corrido agua bajo el río, y ahora nos encontramos con la cotidiana y asombrosa constatación de que la ciudad moderna ha perdido la mayoría de sus atributos, han caducado sus signos distintivos, ha envejecido irremediablemente su función civilizadora, y hoy es un espacio perverso y peligroso, una gigantesca concentración de seres extraños donde prospera el anonimato y reina el crimen y la indiferencia. Ha desaparecido el barrio y, con él, el sentido de vecindad y el reconocimiento del otro.
En América Latina las ciudades han crecido hasta el absurdo y se han convertido en realidades perversas. Pienso en México que no sabe qué hacer con la basura, en las villas miseria de Buenos Aires, en las favelas del Brasil, en los tugurios de Lima, en los barrios miserables de Nueva York, y en los cinturones de miseria de todas las demás. Pienso en los rascacielos y en el cemento, y en la destrucción sistemática del pasado arquitectónico e histórico. Pienso en el Quito de todos los días, en la saturación de vehículos, en la prepotencia de esos jefes supremos que se llaman conductores. Pienso en las visiones cortas de autoridades incompetentes y ciudadanos-consumidores, y en la necedad de algunos de seguir hablando incluso de la isla de paz, cuando todos los días hay crímenes espeluznantes. Y hay miedo. Pienso en las negaciones que facilitan la vida de algunos y falsifican la realidad: el veloz deterioro del centro histórico, donde templos y monumentos son, apenas, el telón de fondo de un mercado libre al estilo de Calcuta. Sin embargo, la visión nostálgica es la carta de presentación del turismo.
Hay que pensar en la ciudad como realidad perversa, como hecho de multitudes, como espacio de anonimatos, como triunfo del cemento y del mal gusto. Como negación de la intimidad y de la paz. Ese debería ser el punto de partida para plantearse un proyecto de ciudad como espacio para vivir, como modelo en que prevalezcan los derechos de la gente, y no los de transportistas, políticos y demás filisteos.
Un punto de partida crítico para trabajar por Quito y su destino. (O)