El hombre entra en crisis por una mujer, por perder el empleo, porque no salen bien las cosas, por un hijo, por malas decisiones, una tragedia o porque le aplasta la intrascendencia del universo. Siempre, en algún momento de la vida, entrar en crisis es inevitable. Las cosas que no nos gustan suceden, porque siempre ocurren, y nos forjan como personas.
Cuando pasa, la crisis parece interminable. Un rompimiento destroza y vuelve en mil pedacitos el alma, el corazón, las tripas, las ganas. El dolor nace, crece, se reproduce, se reproduce, se reproduce y solo se reproduce. Es evidente que mientras dura, es imposible hablar con ella porque no entiende de razones. Pero después ocurre algo, un ruido interno como el ¡paf!, de una puerta que se cierra con fuerza y todo empieza a tener sentido otra vez.
Hay veces que seguimos con nuestra vida sin darle mucha importancia y otras nos preguntamos, ¿qué pasó? Lo que si es cierto es que esa herida siempre, luego de cerrada, deja cicatrices. Pero una cicatriz no tiene por qué ser fea, ya que a la final son marcas que terminan definiendo lo que somos.
Si una mañana te levantas y se te cae la taza del desayuno, lo más probable es que recojas los pedacitos y los botes a la basura. Sin embargo, en Japón esto no siempre es así. A ellos se les ha ocurrido algo mejor: el kintsugi. Esta es una técnica centenaria que sirve para reparar piezas de cerámica cuando se rompen. Una vez unidas y recuperada la forma original de la pieza rota, quedan las cicatrices de la reconstrucción. Justamente, el kintsugi lo que busca no es ocultar las huellas, sino decorarlas. Así, en lugar de disimular las líneas de rotura, se exhiben las heridas que forman parte de su nueva vida. Estas cicatrices embellecen la pieza, además de lograr que siga siendo funcional. De esta manera, la pieza recupera su utilidad, se reconstruye y termina más bella, producto de sus circunstancias. Si bien tiene marcas, en vez de ocultar la fealdad de posibles líneas de fractura, exhibe las heridas de su pasado. La pieza se vuelve única, gana belleza y hondura, además de que conserva su forma original. Sin duda no es la misma de antes. Tampoco es mejor ni peor. Solo es distinta.
Por eso, las crisis no deberían ser piezas que se botan a la basura. Deben ser aprendizaje porque roturas siempre suceden en la vida. Las rupturas, sin duda son reales y aprendemos de ellas, de manera consciente o inconsciente. A lo largo de nuestra vida conocemos muchos sinsabores y fracasos y pérdidas y roturas de tazas del desayuno. Pero la vida no termina ahí. Al contrario, estamos hechos de cicatrices que decidimos recomponer. Por eso, al final somos pedacitos de una misma taza que se va reconstruyendo en el camino, con cada caída.
Somos carne reconstruida a pedacitos. Siempre es así. Por eso, la valía de las personas no radica en una cara bonita, sino en la posibilidad de ser lo que deciden ser. Por ejemplo, utilizando al amor como ejemplo, Vargas Llosa dice nunca digas que amas a alguien si nunca has visto su ira, sus malos hábitos, sus creencias absurdas y sus contradicciones. Todos pueden amar una puesta de sol y la alegría, solo algunos son capaces de amar el caos y la decadencia. En definitiva, no ames si no has visto sus cicatrices. Ver una luna llena y enamorarse es fácil, valorar su lado oscuro es lo verdaderamente valioso. Esto es para todo, porque el verdadero valor está en volver a construir.
Desde luego que, en esta mezcla de sensaciones, hay heridas que a veces no dejamos que se cierren. Sin embargo, el truco es tener la paciencia suficiente para pegar los pedacitos de a poco. Sea lento o rápido, la utilidad de la pieza de cerámica no se acaba con la rotura. Se acaba con la falta de voluntad para rehacerla. Por eso hay que poner de lado la pereza y echar la voluntad necesaria para juntar pedacitos. Al final del día, es lo que verdaderamente tiene valor. Esa gente que sabe recomponer es dura porque le sobran agallas para hacerlo. Hay personas maravillosas que aprenden de las caídas y salen adelante. Por eso, las personas que se reconstruyen todo el tiempo y son producto de sus circunstancias, son las que deberían mandar en el mundo.
Apreciémonos como somos: rotos, destrozados, únicos, irreemplazables, en permanente cambio y transformación. Ahí está la belleza de las cicatrices. La reconstrucción de las roturas, al fin de cuentas, son amor propio transformado en costura. Esa es la vida. Solo hay que aprender a pegar los pedacitos. (O)