Nada resulta más perjudicial para la democracia que una justicia sin verdadera independencia de los demás poderes del Estado. De cara a los caudillos y dictadorzuelos que abundan y se multiplican en estas tierras tropicales, la justicia debe ser el dique que, en el marco legal y constitucional, contenga y delimite los abusos y autoritarismos que nacen del ejercicio del poder o que se gestan precisamente en las humanas aspiraciones de alcanzarlo.
Si la justicia es vista como parte del botín de ese poder omnímodo, la sociedad caerá irremediablemente en el pozo del absolutismo, que no es otra cosa que el feudo del autócrata de turno en el que se concilian sus propios intereses con los de sus coidearios, en el que se refugian los autores, cómplices y encubridores de sus fechorías, y en el que se persigue obsesivamente a los opositores hasta empequeñecerlos, desaparecerlos, destruirlos o atraerlos a sus filas.
Frente a la resquebrajada institucionalidad de nuestro país, la justicia debería convertirse en la piedra angular de la democracia, en el cimiento fundamental, sostén y apoyo del Estado de derecho. Sin embargo, esa piedra angular se transformará tan solo en una masa blanda y maleable, maloliente y desconfiable, cuando sus jueces actúen en función de sus propios intereses en lugar de hacerlo dentro de los límites del ordenamiento jurídico con el derecho, la razón y la equidad como objetivos primordiales.
La realidad que hoy vivimos, por desgracia, es que en nuestra justicia se multiplican los jueces que actúan por intereses particulares, por convicciones propias, por ideologías o prácticas activistas; que violan la ley o la tuercen y retuercen a su antojo; que interpretan normas para adaptarlas a sus fines o a los de una de las partes; que se someten a los vaivenes de la política, del dinero o del poder; o, simplemente, que al sentirse vulnerables ellos o sus familias, caen en el círculo perverso de las amenazas y el terror (humanamente justificable), y que, en consecuencia, levantan las manos, claudican, se entregan y nos entregan a todos a la tómbola de la bolsa o la vida.
La justicia hoy en día ha dejado de ser esa piedra angular que impone límites a los gobernantes y que, al mismo tiempo, los blinda de todo tipo de golpistas, usurpadores y aspirantes a dictadores; que traza la cancha de todos los poderes, que evita sus excesos, que neutraliza sus arbitrariedades, que los sitúa o los devuelve a sus propias competencias y facultades, que los juzga y sanciona con apego a la ley y a la verdad; que llama al orden con una sentencia, que previene con una providencia, que con decisiones fundamentadas persigue la equidad; que calma las aguas y las encauza con un dictámen o con un fallo en el que, a pesar de discrepancias jurídicas inherentes al derecho, jamás despierte sospechas sobre su recto proceder.
Para ser juez, para resolver un caso, para fallar en un sentido u otro, es indispensable actuar con probidad, con independencia, con imparcialidad, es decir, es indispensable anteponer a nuestras convicciones, creencias, ideologías, afectos o desafectos, el tenor y el espíritu de las normas que conforman el ordenamiento jurídico al que nos debemos.
No pueden ser jueces quienes se apartan de la letra de la ley para inclinarse por una ideología, para saborear las mieles del poder o contentar a los poderosos, para burlar las sombras del miedo o caer en las tentaciones del dinero. No pueden ser jueces quienes anteponen sus convicciones, filiaciones, creencias, amores y odios a las normas que han jurado defender y aplicar desde las aulas.
No pueden ser jueces quienes fueron escogidos para velar por la constitucionalidad, por la institucionalidad y por la vigencia del Estado de derecho, pero que en el juicio más importante de los últimos años de la historia republicana del Ecuador, decidieron jugarse por la ficción, por una teoría basada en conjeturas, por la presunta verosimilitud mínima de un caso que no se sostenía ni en evidencias ni con un ápice de coherencia, que se enmarcaba tan solo en ambiciones y necesidades particulares, en obsesiones y pasiones políticas exacerbadas, pero que, finalmente, se resolvió por el lado de los intereses de unos pocos, intereses que han dejado un precedente nefasto para los futuro gobernantes, y que hoy tienen al país en una nueva y más grave espiral de inestabilidad. (O)