A los 104 años de edad, que los cumplió en octubre, murió este lunes Isabel Robalino Bolle, monumento de la historia social del Ecuador. Forjadora del sindicalismo nacional, política, maestra universitaria, escritora, historiadora, fue pionera en la participación de la mujer en muchos campos: tras haber sido una de las pocas mujeres graduadas de bachiller del Colegio Nacional Mejía, fue, a finales de los años treinta, la primera mujer en graduarse de abogada y de doctora en Derecho en la historia del Ecuador; a mediados de los cuarenta, la primera mujer concejal de Quito y, en los sesenta, la primera mujer en el Senado de la República, al cual llegó como senadora funcional por los trabajadores.
Muy culta, era políglota -su madre, Elsbeth Bolle, era alemana por lo que su hija hablaba ese idioma a la perfección, pero también dominaba inglés, francés y portugués (estudió en Brasil los dos primeros años de la secundaria)-, escribió libros, realizó investigaciones, creó y dirigió instituciones. Pero, a pesar de lo sobresaliente de todo eso, se destacó aún más por su lucha indeclinable, hasta el final de sus días, por la organización obrera, la defensa de los campesinos y los pobres, la democracia auténtica, la política de principios.
Creadora de la Escuela de Trabajo Social Mariana de Jesús, luego incorporada a la PUCE; del Instituto Ecuatoriano de Desarrollo Social (Inedes) y de la Central Ecuatoriana de Servicios Agrícolas (CESA), fue en el siglo XXI miembro de la Comisión Cívica Anticorrupción sin faltar a ninguna de sus sesiones, presenciales o remotas, y el pilar fundamental de su sostenimiento (Jorge Rodríguez dixit). Por si no queda claro: ella aportaba pecuniariamente para que la comisión funcionase.
¡Qué distinto sería el Ecuador si, en vez de una Isabel Robalino, el país hubiera tenido una docena de mujeres u hombres como ella! ¿No es increíble que, a sus cien y más años, e incluso discapacitada (un accidente automovilístico la obligó a estar en silla de ruedas los últimos años), Isabel asistiera a la Comisión Anticorrupción y a cuanto acto académico importante o de relevancia político-social había en Quito y no se quedara amodorrada en casa? Cuando ya tenía 101 años, en 2019, me honró con su presencia en el lanzamiento de mi biografía del cardenal De la Torre.
Heredé de mis progenitores la amistad que me unió a esta extraordinaria mujer. Apoyó a mi padre, Luis Alfonso Ortiz Bilbao, a Pedro Velasco Ibarra y a unos pocos intelectuales católicos (mayores con 13 o más años, pues ella contaba solo con 19), en la fundación de la primera central sindical nacional. Se lo hizo en el primer congreso de obreros católicos, celebrado en Quito del 28 de septiembre al 6 de octubre de 1938, del que fueron presidente Pedro Velasco y secretario mi padre, que, convencidos de la Doctrina Social de la Iglesia y al unísono con el P. Inocencio Jácome O.P., promovieron la organización de la incipiente fuerza laboral fabril. Allí nació la Confederación Ecuatoriana de Obreros Católicos (Cedoc), cuyos avatares Isabel compartió desde entonces, dando asistencia legal en cada una de sus luchas, incluidas huelgas cuando fue necesario. A lo largo de su vida organizó no menos de 3.000 sindicatos y comités de empresa. También fue una de las impulsoras del Frente Unitario de Trabajadores (FUT), creado en 1971, y su asesora por décadas.
Ribetes históricos tiene también su labor en la transformación agraria del país: CESA ejecutó la parcelación y entrega a las comunidades campesinas de las tierras de la Iglesia, luego las del colegio Mejía y de otras instituciones religiosas y seglares.
Isabel, mujer suave y sobre todo perseverante, pudo hacer todo esto y, además, ser profesora de Derecho Penal y Laboral en la PUCE y la U. Central; concejala; diputada; senadora; presidente de la Corte Nacional de Menores (1959-1961), de la sección académica de Ciencias Jurídicas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, de la comisión nacional Justicia y Paz; miembro de las academias de Historia Eclesiástica y Nacional de Historia. Y podrá ser aún más: el P. Roberto Fernández O.P. dijo, en su homilía en la misa de cuerpo presente este martes, que no le cabía duda de que un día estará en los altares. Me conmovió profundamente oírlo, al revelárseme al instante la verdad de sus palabras.
Ahora que Isabel Robalino ha llegado al Dios en quien creyó, su ciudad le debe una avenida y su país un monumento. Pero el mayor homenaje que podemos hacerle es construir un Ecuador de justicia y dignidad para todos y, en especial, para los pobres a los que consagró su vida. (O)