En buena parte, los abogados estamos motivados por el orgullo profesional. Hemos sido entrenados para actuar en solitario, para contradecir, para buscarle las costuras a la contraparte procesal. Estudiamos en monacal reclusión (nos enervan particularmente los trabajos en grupo, así como cualquier actividad comunitaria o, Dios no lo quiera, de integración profesional). Los abogados somos más lobos esteparios que criaturas de manada.
Por eso nos desenvolvemos solos, practicamos nuestros argumentos frente al espejo, pensamos en los contrargumentos del rival y en nuestro divino derecho a réplicas y dúplicas. Adoramos dar consejos, pero detestamos que nos aconsejen. Detestamos la retroalimentación y nos erizamos frente a la menor crítica. Agrupar abogados es un ejercicio parecido al de arrear cuyes.
Nos motiva el triunfo. Esperamos, comiéndonos las uñas, la sentencia favorable (es un clásico el dicho de que los juicios se ganan como propios y se pierden como ajenos). Y también encontramos adrenalina en que el juez deseche las tesis del contrincante, en que rechace enfáticamente sus pretensiones, por falta de méritos, claro. Por eso, somos animales de prevalecer, bestias de predominar.
Como les había comentado en una nota anterior -relativa al gatopardismo jurídico- tradicionalmente la profesión de abogado se ha regodeado en la quietud. Hemos visto desde las tribunas cómo las demás profesiones han abrazado la tecnología, cómo ha sido ineludible el uso de datos, estadísticas y variables para llevar a cabo análisis. Nos hemos apalancado, los abogados, en unas supuestas diferencias para evitar cambiar: es que queremos seguir dictando nuestros escritos, es que no entendemos el Excel, es que quisiéramos seguir hablando, es que somos distintos.
Ahora la inteligencia artificial amenaza con hacer cortocircuito con nuestras habilidades naturales, heredadas nada menos que de los romanos. Sin ser experto, por supuesto, entiendo que la inteligencia artificial imita - a falta de una mejor palabra- ciertas operaciones de la mente, de un modo en que las máquinas puedan llevar a cabo lo que antes sólo podía conseguir la propia inteligencia humana.
Y los avances erizan la piel del jurista. En la universidad de Purdue, por ejemplo, se ha desarrollado un sistema robótico que reparte la comida a los estudiantes en el campus. El próximo proyecto en carpeta será poner en pie un perro robótico que pueda incluso interactuar con los humanos. De otro lado, la inteligencia artificial ayudará a los pacientes de diabetes, mediante la identificación de patrones de comportamiento del azúcar en la sangre, de forma que se pueda prevenir o mitigar esa enfermedad.
En la banca, las instituciones financieras usan chatbots - un asistente digital que se comunica con los clientes a través de mensajes de texto- para atender los más frecuentes requerimientos de los clientes e incluso procesar transacciones de menor complejidad. En una edición reciente de FORBES, se calcula que el uso de inteligencia artificial podrá, en el corto plazo, reducir en un 30% los costos de ciertos servicios bancarios.
Así, a diferencia de la disrupción de la Revolución Industrial, cuando las máquinas reemplazaron de a poco a la mano de obra, la inteligencia artificial amenaza con, por lo menos, complementar y posiblemente suplir algunas de las tareas intelectuales de los abogados. De hecho, mientras escribo, Chat GPT, el sistema de inteligencia artificial de Open AI, está muy cerca de pasar el examen de alguna barra de abogados (para ejercer la profesión) y ha obtenido notas satisfactorias en ensayos jurídicos. Es decir, la inteligencia artificial ya puede abogar.
En la práctica legal, la inteligencia artificial se usa para revisión de contratos, búsquedas documentales (procesos de debida diligencia y discovery) y segregación de datos en procesos investigativos de cumplimiento y libre competencia. Del mismo modo, y sobre la base de patrones, es posible predecir con altos grados de certeza los resultados de los procesos contenciosos, especialmente en las jurisdicciones anglosajonas, basadas en precedentes.
Sin embargo, queda todavía por ver si la inteligencia artificial podrá sustituir o colaborar con las facetas más humanas de la abogacía, como el discernimiento profesional (la capacidad de analizar y emitir juicios de valor), aconsejar y guiar a un cliente en situación de crisis, o aportar una visión panorámica en los asuntos estratégicos. También está pendiente de comprobación el que la inteligencia artificial pueda acumular experiencia y basarse en prácticas previas para refinar opiniones legales, por ejemplo.
Puede ser que nuestro ego haya sido ya arañado por algún robot. Es posible que en el corto plazo los arañazos se conviertan en magulladuras. Pero de momento, nuestras frentes de pretores podrán seguir en alto. (O)
* Opiniones personales.