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En un mundo donde la información es moneda de cambio y herramienta de poder, la capacidad de pensar críticamente se convierte en nuestra mejor defensa. No se trata de cuánta información consumimos, sino de cuánta comprendemos.

19 Marzo de 2025 15.40

Vivimos en un sistema que nos ha hecho adictos a los datos, como si cada nueva estadística fuera un salvavidas en un océano de incertidumbre. Nos dicen que más información significa mejores decisiones, pero la realidad cada vez se dibuja menos certera: cuanta más información acumulamos, menos claridad tenemos. Porque no toda la información es conocimiento, y mucho menos, verdad. Nos dan números sin contexto, estudios sin metodología clara y -muchas veces- conclusiones que se acomodan al interés de quien paga por ellas.

La información nunca ha sido tan accesible, pero cada vez nos resulta más difícil tomar decisiones. La "infoxicación" se ha convertido en el nuevo reto: una sobrecarga de datos que, lejos de ayudarnos a comprender mejor el mundo que nos rodea, nos sumerge en un ruido que distorsiona nuestra capacidad de discernir, aprender y aplicar. Esta saturación no solo afecta a quienes tomamos decisiones cotidianas, sino también a aquellos que están a cargo de dirigir empresas, gobiernos o cualquier tipo de organización.

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El problema radica en que, en lugar de facilitar nuestras elecciones, la información se ha convertido en una barrera. Los estudios, las estadísticas, las opiniones de expertos y los análisis profundos llegan a nosotros de forma constante y, en muchos casos, sin un marco claro que nos permita evaluarlos adecuadamente; y muchas veces contradictorios entre sí.

Un ejemplo claro de esta distorsión son las encuestas políticas, que han dejado de ser herramientas objetivas para convertirse en instrumentos de propaganda. No buscan reflejar la realidad, sino moldearla. Se presentan como termómetros de la opinión pública, cuando en realidad funcionan como tácticas de persuasión. Los candidatos las utilizan para instalar narrativas, para crear la ilusión de ventaja o para desmoralizar a sus oponentes. Y lo más preocupante es que los medios de comunicación las replican sin cuestionar su validez, amplificando su impacto y desinformando aún más a la ciudadanía.

Las redes sociales y los algoritmos han perfeccionado aún más este mecanismo, creando burbujas donde cada usuario recibe solo contenido alineado con su visión del mundo. Esto es evidente también en temas de salud, economía o ciencia, donde muchas personas consumen solo la información que respalda su postura, ignorando cualquier dato contrario, sin importar su rigurosidad. Así, la sobrecarga informativa no solo genera confusión, sino que refuerza creencias erróneas y polariza y radicaliza aún más a la sociedad. De este modo, no solo nos saturamos de información, sino que nos volvemos impermeables a cualquier dato que desafíe nuestras convicciones.

Y si a esta poderosa herramienta que debía darnos confianza -la información- le sumamos el sesgo de confirmación, donde en lugar de buscar datos para comprender la realidad, filtramos la información para reforzar nuestras creencias previas, nos encontramos con las sorpresas que nos dan hoy en día las elecciones.

La solución a este problema no es evitar la información, sino aprender a analizarla con criterio. Es fundamental exigir transparencia en las metodologías, cuestionar la procedencia de los datos y contrastar fuentes antes de tomar decisiones basadas en ellos.  La incomodidad del dato es necesaria, exponernos a información que tal vez no se alinee con nuestras creencias es fundamental, solo así podremos combatir la manipulación y recuperar el verdadero poder de la información: el de iluminarnos, no el de confundirnos.

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En un mundo donde la información es moneda de cambio y herramienta de poder, la capacidad de pensar críticamente se convierte en nuestra mejor defensa. No se trata de cuánta información consumimos, sino de cuánta comprendemos. Porque solo así podremos romper el ciclo de la infoxicación y tomar decisiones con verdadera claridad. (O)

 

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