La seria crisis política que varios países latinoamericanos atraviesan desde hace ya demasiadas décadas, al margen de componentes socioeconómicos que gravitan en el bienestar de sus pueblos y los llevan comprensiblemente a rebelarse, está vinculada a una errada conceptuación de la función de gobernar. Originada y ligada al yerro está también la desacertada apreciación del alcance conceptual y pragmático del poder político y de la autoridad. Sin ir más allá de la segunda mitad del siglo XX, las dictaduras y el acceso a la dirigencia estatal de parcelas poco capacitadas en política y/o titulares de intereses reñidos con la moral y la ética, minaron la institucionalidad de varias naciones de la Región.
A diferencia del mensaje transmitido por analistas poco objetivos, el mal no vino en exclusiva por la izquierda… también arribó por la derecha. Sin perjuicio de su posición ideológica, en ambos casos con excepciones honrosas, las dos aproximaciones se han resistido de manera tanto consciente como inconsciente a ceder algo de sus pretensiones en beneficio comunitario.
Al emprender en un análisis retrospectivo de los movimientos políticos y gobiernos regionales, apreciaremos que la trascendencia gubernamental para bien está atada a la sólida formación académica en teoría política de sus líderes. Los mayores fracasos, por el contrario, aparecen de la mano de cabecillas sin hilada educativa alguna en el “arte – o ciencia –” de gobernar. Cuando quienes acceden al gobierno son personas carentes de cultura en tal destreza, y de habilidad y sensibilidad para administrar la cosa pública, conducen a sus pueblos al caos social y económico generalizado. El círculo se cierra con la corrupción, que es a la vez causa y consecuencia de la debacle de los Estados. Por cierto, la otra faceta del fenómeno radica en la ignorancia o torpeza política de grandes masas poblacionales que se dejan arrastrar por la mediocridad de sus dirigentes.
El presidente R. Borja – que lo fue en Ecuador con grande éxito entre 1988 y 1992 – en su Enciclopedia de la Política conceptúa al “gobierno” como la compleja función de conducir a las personas y administrar las cosas del Estado o el conjunto de órganos que la cumplen. El “poder”, para M. Weber (Economía y sociedad), es la posibilidad de imponer la propia voluntad sobre la conducta ajena. La “autoridad” es el derecho de dirigir y mandar, de ser oído u obedecido por otro (J. Maritain, El hombre y el Estado). Son tres fases de una misma realidad en el quehacer estatal.
Se resquebraja la labor política ante cualquier desequilibro entre el gobierno como pragmatización del poder y la autoridad como ejercicio de la facultad de mandato. En efecto, si el gobierno es función, si el poder es imperio y si la autoridad es intervención, el trío conforma un todo orgánico del aparato público. Atentarán contra esta certeza quienes gobiernen sin legitimidad, quienes ejerzan el poder arbitrariamente y quienes desplieguen autoridad a la vera de las leyes. Tan evidente verdad es ignorada por facciones políticas que ya sea por rusticidad, por intereses materiales, por mala fe o por simple desvergüenza, van por sobre los gobernados.
El desarrollo, si se quiere inclusive antropológico, de los pueblos los obligó a definir un régimen de organización en que las leyes están convocadas a ordenar el “estado natural”. En este primaban la perturbación, la anarquía y la violencia que conforme crecían las comunidades las tornaban inviables para la sana convivencia. Su teorización la desarrolla T. Hobbes a mediados del siglo XVII en que publica El leviatán. Comienza a hablar de un “contrato social”, cuyas ideas las desplegarán luego J. Locke y J. J. Rousseau. Esos conglomerados tomaron conciencia de la necesidad de instituir gobiernos. Hay momentos en que nuestra Región parece haber retornado a un estado natural.
Hablar de organización del Estado es partir del más amplio precepto de igualdad entre los hombres. Todo intento o propósito de gobierno, de poder y de autoridad que se aparten del ente humano como “razón de ser” de la actividad política estará viciado por falta de ética, y por tanto será reprochable e impugnable en los hechos y en el Derecho.
La materialización de los tres campos de acción se da en la democracia. Es forma de gobierno pero también forma de Estado – no “forma de gobierno del Estado” dicen los politólogos profundos – en la que el rol regulador lo asume el pueblo como elemento humano constitutivo del Estado. Este integrante es el llamado a precisar y concretar qué tipo de gobierno desea, cuáles son los poderes que otorga a los órganos gubernamentales y de qué autoridad reviste a los gobernantes.
Latinoamérica tiene un reto frente a sí. (O)