Hacemos referencia a un concepto bastante más amplio de la educación de aquel relacionado con conocimientos en artes, oficios y ciencias transmisores de saberes académicos. El indispensable complemento, anterior a estos, está en proporcionar al hombre erudición en integridad conductual. El mundo occidental en general, y América Latina en particular – con excepciones que confirman la tendencia – han fallado en comprender que el analfabetismo no es solo la inhabilidad en leer, escribir, sumar y restar. También radica en la incapacidad de discernir entre lo bueno y lo malo. Y ello más allá del mortal como individuo, siendo que está obligado a proyectarse colectivamente hacia la sociedad. Espeluzna mirar a hombres “educados mas no formados” que se limitan a defender su egoísmo moral y material con argumentos alejados de responsabilidades éticas para con sus semejantes.
A partir de la segunda mitad del siglo XX, emprendimos en un sostenido proceso de deshumanización de la educación. Centramos esfuerzos en enseñanzas que representan para el hombre beneficios únicamente tangibles en proyección económica. El fenómeno adoptó visos de dramatismo cuando tales propósitos se torcieron al grado que los medios para el logro dejaron de ser relevantes… lo determinante ahora es ser opulentos en bienes. Es secundario lo fecunda que la persona pueda ser en bondad, en solidaridad, en responsabilidad, en protección al prójimo cuando requiere de apoyo. Las frías estadísticas e índices – económicos y financieros – transmitidos en lecciones técnicas han superado a iniciaciones en fraternidad y concordia.
Icónico es lo sucedido con ocasión de la pandemia. Hubo seres no formados lo suficiente en humanismo que convencieron a los estados sobre la necesidad de adoptar medidas para su subsistencia durante el fenómeno… al margen de que tal pitanza propia pueda significar hambre para los menos afortunados.
Lo expuesto nos lleva a reseñar lo que el hombre debe ser en cuanto a formación como ente de bien por encima de su acervo académico. Y ello, a Plutarco de Queronea, que fuera sacerdote de Apolo en Delfos. Elemento básico de su pensamiento filosófico alrededor de la formación del hombre, es el imperativo de su virtud, la cual parte del “cuidado de sí”. El moralista griego habla de que la “formación” demanda de transmitir un ideal de vida como valor superior, y uno de hombre a título de perfección. En Moralia, refiriéndose a que las pasiones del alma son peores que las del cuerpo, asevera que la enfermedad nuclear del espíritu es “la ignorancia”.
Sufre de barbarie intelectual el ente que actúa con la certidumbre de que sabe todo y ofrece nada. Al hacerlo, cierra las opciones de formación y por ende vive en perenne falsedad. En la obra citada, concluye en que es inteligente el hombre que hace buen uso de la gema, de la plata, de la gloria, de la riqueza, de la salud, de la fuerza y de la belleza. Todas llamadas, dice, a ser agradables, magníficas y provechosas. Por el contrario, serán dañinas cuando produzcan agobio y vergüenza en quienes hagan mal uso de ellas. Estas meras circunstancias las asumen las personas carentes de formación en decencia como verdaderas “pasiones” que reflejan su pobreza incorpórea.
La sabiduría no nace de lo escolástico pero del conocimiento del propio yo. Al ser el hombre el dios de sí mismo, que lo es, tiene la facultad de reflexionar y razonar. A esta potestad Plutarco la denomina “germen” o inquietud existencial. Va un paso más lejos al concluir que esa cognición “conduce y coopera a la virtud y a la felicidad… el resto de los bienes son humanos y pequeños y no dignos de ser buscados”. Por tanto, el ser humano está compelido a formarse en carácter, representado por los atributos que lo convierten en una persona justa.
El de Queronea emprende en un paralelismo entre aquello que conforma la vida desordenada frente a la existencia ecuánime. En la primera identifica la ausencia de formación, el depender de las pasiones y el concebir la libertad como desobediencia a la magistratura legítima. En su orden, en la segunda se aprecia la alineación en valores y el desechar los ímpetus incoherentes. Respecto de la libertad, Plutarco sostiene que solo los hombres que han aprendido a desear lo que en ética debe ser deseado, viven como debe ser enfrentada la vida.
Las sociedades plasmadas de seres que miran en exclusiva a lo frívolo, a lo material como razón de su presencia en el mundo, que ponderan el bienestar a la vera de un cargo para con los demás, son consorcios titulares de serios obstáculos para trascender al futuro. A diferencia de lo propugnado por quienes observan el cosmos desde un balcón ideológico, la conducta no se guía por corrientes y credos pero por valías en adeudos. (O)