Era un hombre, pero podría haber sido otra cosa: un rugido, un huracán, un terremoto, un dragón. Una piedra en el zapato. Sin embargo, era Federico. Era un hombre, un maestro, un Vitor por las calles de Salamanca, un café a las diez.
Tengo una rabia infinita al escribir este texto que no quiero escribir. Una violencia infinita, una soledad infinita, una furia infinita, una tristeza infinita. Porque uno nunca se puede habituar a perder a alguien. Menos a un amigo. Menos a un maestro. Menos a un mentor. Menos a Chiriboga. Habíamos hecho un pacto que no pudimos cumplir, porque hasta donde sabemos no existe la inmortalidad, y aunque quisimos embalsamarle para que presida siempre nuestros cafés, no pudimos.
Pero la vida es así y no se detiene a preguntar. El tiempo pasa para todos y no queda más que seguir escribiendo nuestras vidas. Si bien lo que se pierde te destroza con ternura, también te deja enseñanzas. Así, el viejo Chiriboga nos enseñó como tomar café sin edulcorante ni cursilerías. No solo porque teníamos la costumbre de conversar, todos los días, pase lo que pase, entre amigos, sentados alrededor de una mesa y una taza caliente, sino porque era un espacio para compartir y aprender. Los discípulos, alrededor del maestro, con la diferencia de que en este cónclave diario estaban permitidos los albures y las malas palabras.
Federico no era para todos. No todos pueden soportar un huracán, un terremoto, una piedra en el zapato. Sin embargo, nadie podía ser el mismo después de una aventura con Chiriboga. Nada podía seguir igual ni nadie podía salir indiferente luego de un café, una conversación, un guiño del destino. Si sobrevivías al huracán, salías transformado. Si no sobrevivías, también. Por eso, no me cabe la menor duda de que él sea el culpable de que seamos un poco distintos. Quizás, un poquito mejores. Ya no hacen hombres así. Íntegros, inteligentes, que dejan un legado inmenso en los que se nutren con su sabiduría. Dominaba el difícil arte de los epítetos inteligentes y mordaces, el difícil arte de la concreción. Los abogados deben ser concretos y responder solo lo que nos preguntan. Podríamos ser esclavos de nuestras palabras, pero para ir al grano hay que ser inteligentes. Federico era así.
Era una persona brillante, espléndida. Impaciente con los cojudos. No toleraba a los hipócritas. Sus comentarios corrosivos venían cargados de razón y buen humor. Loco magnánimo, Darth Vader moderno, sibarita exquisito. Pluma ácida e inteligente. Siempre lleno de certeras opiniones. Ese portento de inteligencia que era su cabeza siempre rebelde, siempre escéptica, siempre culta, estaba disponible para resolver los más difíciles casos jurídicos o las más exquisitas conversaciones sobre literatura, fútbol, toros.
Los hombres, mundanos, solo sabemos ser hombres. En cambio, Chiriboga tenía una lucidez superior, sabía manejar mejor las cosas a pesar de su carácter y su instinto hacía que tenga un siempre sorprendente olfato para resolver los problemas, dar buenos consejos, disponer las galletas que comeríamos en el café, lanzar mocasines por los aires, mandar a comer como papás fritas carpetas desordenadas.
No era un tipo normal, porque sabía que ser normal es aburrido. Eso sí, aunque era espiritual, era más de carne y hueso. Era un ser diferente. Ser del montón nunca fue una opción. Por eso le admirábamos, porque era él, solo él. Sus consejos no eran para complacer, sino porque eran lo que verdaderamente pensaba, por eso volvíamos, porque todos necesitamos que nos digan las cosas de frente, aunque duela. No había filtros y eso, muchas veces, genera temor. Sin embargo, cuando entiendes el verdadero valor de lo que ocurre, entiendes porque fue un gran profesional, un amigo incondicional, una fuente de consulta, un hombre sincero, un ejemplo a seguir.
Una vida brutal, que lamentablemente solo duró hasta la muerte. Hoy nos deja repletos de canciones tristes. De recuerdos, de historias. Nos deja pensando. Porque ese es el legado de los hombres sabios. Dice Leila Guerriero que “habituarse a una hermosa risa humana, a un cuerpo vivo, cuesta muy poco. Dejar partir, en cambio -dominar el arte de perder-, cuesta la vida”. Pues sí, cuesta la vida. (O)