Existe una frase lapidaria que dice: 'no vemos las cosas como son, sino como somos'. El apabullante sentido de este puñado de palabras nos llama a comprender el poder que tenemos para abrazar y moldear nuestro destino, para bien o para mal. Personalmente me decanto por lo primero y no me cansaré de querer ver el vaso medio lleno.
Esta incorregible intención de seguir creyendo en el país se basa en hechos concretos: el Ecuador es atractivo para toda la región, pues constituye un país geoestratégico política, espacial y económicamente hablando. Invertir en nuestra nación siempre será una ventaja: tenemos una posición privilegiada al estar en el centro del mundo, pero además toda inversión que llega al Ecuador lo hace en dólares y recibe, a cambio, sus frutos también en dólares, pese al Impuesto a la Salida de Divisas. Es más, el castigo por el pago de ese impuesto es pequeño en comparación a la ventaja competitiva de no tener que lidiar con la carga de la devaluación y el riesgo cambiario que sufren los inversores en otros países vecinos.
Cierto es que lo antes expuesto no constituye un canto de sirena, porque, así como hay ventajas, el Ecuador también presenta desventajas, pero no es justo irnos al otro extremo, colocarnos en el papel de agoreros del desastre y creer que todo es malo y que el único fin que tiene nuestra nación es el desastre. Ni lo uno ni lo otro.
Tan es así que, alrededor de 300 empresarios colombianos, con quienes he tenido contacto en estos días luego de una gira de búsqueda de inversiones en ese país, ya han hecho avances para ampliar sus compañías en el Ecuador, en vista de que los esquemas tributarios y societarios son similares en los dos países; y están dispuestos a hacer negocios en suelo ecuatoriano, pues consideran que se puede construir una sociedad complementaria ideal e integrar una sinergia muy interesante a nivel regional y hemisférico.
Esto, evidentemente, en tanto el Ecuador se dedique verdaderamente a resolver temas cruciales como una estable provisión de energía, un entorno de seguridad para personas y empresas, y establecer políticas públicas de largo plazo para blindar el escenario económico ante coyunturas complejas como son los reiterados procesos electorales.
Simplemente es cuestión de mirar, pero hacerlo de buena fe y entender que lamentarnos por nuestro propio boicot no solo es absurdo, sino también cómodamente pernicioso e inconsecuente con una real construcción de prosperidad. (O)