Cuando el Ecuador empezaba a sacar la cabeza en materia económica, inversión extranjera y confianza internacional, el llamado paro nacional, que no es sino un intento descarado de golpe de Estado de dos fuerzas delincuenciales distintas y encontradas entre sí, no solo que nos volvió a fojas cero, sino que además ha pretendido aniquilar lo poco que queda en pie de la institucionalidad del país.
A estas alturas de los acontecimientos, con los hechos de violencia terrorista y las exhibiciones de milicia guerrillera que estamos sufriendo, ya no queda una sola duda de que la protesta social indígena fue nada más un pretexto de dos bandos mafiosos que aspiran llegar al poder por la fuerza inspirados en sus respectivos ideólogos ancestrales: Mao y Pablo Escobar.
Las reivindicaciones justas y las necesidades de los indígenas y de los estratos más deprimidos de la población ecuatoriana, desatendidas durante décadas, lamentablemente pasaron a segundo plano. Ahora lo urgente (no lo primordial), lo que nos ocupa y preocupa a todos, lo que nos tendrá en vilo durante mucho tiempo, será esta guerra que se ha desatado entre dos pandillas contra el estado de derecho: por un lado, ciertos líderes que actúan bajo el paraguas de organizaciones indígenas con la consigna de instaurar con violencia el comunismo indoamericano o la barbarie (doctrina maoísta de Sendero Luminoso en el Perú), y, por el otro, el control de la política y el poder estatal por parte del narcotráfico a través de la lucha de guerrillas urbanas, atentados y actos terroristas contra la población, tal como sucedió con Pablo Escobar en Colombia durante la década de los ochenta e inicios de los noventa.
Y es que la primera operación violenta a la que disfrazaron como “paro nacional” los juntó por pura necesidad, por sumar esfuerzos contra el estado de derecho constituido, contra el gobierno democrático de Guillermo Lasso que es en principio su enemigo común, pero que tan pronto como se deshicieran de él ya fuera por la fuerza del golpe o por los votos de la asamblea en la que las dos pandillas tienen mayoría, la guerra entre estos enemigos íntimos de coyuntura no tardaría en desatarse.
Por el momento, tras el fracaso inicial del golpe de estado, salieron a la luz las estrategias terroristas y guerrilleras perpetradas con actos criminales en contra de toda la población, de los militares y de la propia policía nacional (ojalá los organismos tuertos de derechos humanos tomen notas completas y defiendan los derechos de todas las víctimas), en esta guerra instaurada tardíamente en el Ecuador entre el maoísmo y Escobar.
De hecho, por si no lo han visto o no han querido verlo, todos hemos sido testigos y tenemos pruebas fehacientes de los atentados brutales cometidos en contra militares que escoltaban tanqueros o camiones de comida; el asalto y agresión a civiles, a sus comercios y propiedades; la destrucción de productos alimenticios, flores, industrias agropecuarias, cultivos, establecimientos comerciales; amenazas a políticos antes de sus votaciones; el secuestro, agresiones y atentados criminales contra policías y militares; el vandalismo y el terror en las calles y carreteras del país; el ataque a hospitales y ambulancias; agresiones salvajes contra periodistas; la disposición para abrir “corredores humanitarios” en las zonas tomadas por los terroristas; el otorgamiento ilegal, inmoral y extorsionador de salvoconductos para la población; el desabastecimiento de medicinas y alimentos a las ciudades de la sierra; el sabotaje de pozos petroleros, centrales eléctricas y reservorios de agua potable que sirven a la población, en definitiva: la guerra entre dos mafias.
Y, por el otro lado, hemos visto a un gobierno pasivo, sereno hasta la exageración y la exasperación que ha intentado solucionar un problema de violencia inusitada, terrorismo, vandalismo y criminalidad, con diálogo y movimientos meditados de piezas de ajedrez. Y aunque esta calma y prudencia pueden ser loables, todo tiene un límite, y en este caso el límite es esta guerra que han empezado los dos bandos delincuenciales que hoy mantienen secuestrado al país.
El gobierno legítimo, constitucional de Guillermo Lasso, tiene la responsabilidad de garantizar la seguridad nacional y el orden público, y para hacerlo cuenta con las herramientas dispuestas por la ley y por la propia Constitución Política de la República. Ha llegado la hora de usar esas herramientas y enfrentar a los dos bandos con toda la capacidad legal y la fuerza cuyo monopolio le pertenece al Estado. Y también ha llegado la hora de que la justicia actúe con firmeza, impida la impunidad y garantice desde sus competencias la sanción real y efectiva de todos los que han cometido delitos graves contra las personas y el estado en esta guerra entre terroristas y guerrilleros.
Y al mismo tiempo, lo primordial que será mantener abierto el diálogo con quienes en verdad desean alcanzar acuerdos. Restañar las heridas y recobrar la confianza puede ser una tarea dura pero indispensable en esos diálogos. Allí, en una mesa en la que se encuentren los actores que anhelan la paz y la conciliación, se deberá escuchar y atender los pedidos de los más necesitados, de las principales víctimas de estos enfrentamientos que son esas comunidades campesinas e indígenas pobres a los que las mafias expusieron al frente de las protestas con amenazas y chantajes prometiéndoles conquistas que en realidad nunca buscaban. A ellos, que son parte de esta nación, que han sido oprimidos, apartados y denigrados, la sociedad y el Estado les debe respuestas; la sociedad y el Estado están obligados a dar solución a esos problemas que siempre han sido postergados.
Las demás víctimas de este conflicto derivado de una guerra de bandos delincuenciales, no de un paro ni de una protesta social inexistentes, son los muertos y sus familias, son los que han perdido sus trabajos por este conflicto, son los que no han podido vender sus productos en tres semanas y empiezan a tener hambre, son los que han querido seguir trabajando y estudiando y han sido impedidos de hacerlo por la fuerza. Y sí, las víctimas reales, en mayor o menor grado, somos todos los que habitamos este país y vemos como dos bandos de delincuentes ubicados ideológicamente con los maoístas y Escobar, luchan por quedarse con los escombros en que han convertido al Ecuador en las últimas tres semanas.
Y somos nosotros, esas víctimas, la gran mayoría de los ciudadanos del país, los que debemos empujar los diálogos de paz y empezar la reconstrucción de nuestra nación. (O)