La democracia y la economía de mercado son dos ingredientes fundamentales para el mantenimiento de la libertad y la consecución de niveles superiores de bienestar colectivo. Ambos son instrumentos imperfectos que demandan especial atención y un trabajo cuidadoso para optimizarlos. Los países que los han tratado con la debida dedicación hoy son ejemplo por sus resultados. Son sociedades que tienen claros sus objetivos. Saben cuáles son las responsabilidades colectivas e individuales y reconocen el límite de la libertad individual en el punto de encuentro con los derechos de los demás. Reconocen el papel del Estado en la sociedad, cuidan de sus instituciones, respetan la ley y exigen al Poder el cumplimiento de sus obligaciones en un marco de gestión eficiente, transparente y responsable.
Desde la Revolución Francesa de fines del siglo XVIII han transcurrido más de dos siglos y los preceptos que se concibieron para defender la libertad y ofrecer un sistema que la cultive siguen vigentes. Aún más, los resultados alcanzados en las condiciones de vida de cientos de millones de seres humanos son históricamente incomparables con períodos pretéritos. Pero, no son todos los países los que lo lograron sino sólo aquellos que supieron balancear el Poder y los Derechos, es decir el Estado (Leviatán) y los ciudadanos. Ambos fuertes pero equilibrados. El uno en su gestión y el otro resguardando que el primero no se desborde o incumpla con sus obligaciones.
Se dirá que también hay casos de gobiernos autoritarios y economías de mercado exitosas. Así es y el ejemplo paradigmático es China que en medio siglo se convirtió en una potencia mundial. Lo hizo y hace cercenando la libertad, derecho natural y esencial del ser humano. Obviamente, la pregunta que algún día tendrá una respuesta clara es: ¿Es sostenible hacerlo así o deberá transitar hacia el modelo natural de convivencia del mundo occidental?
A la final, lo que la historia nos enseña es que la construcción de un futuro es un largo y sostenido proceso en donde el Estado y la Sociedad se equilibran mutuamente y donde se extirpa la violencia y el caos con la vigencia y el cumplimiento de la ley y, por otro, se organiza un Estado que cumple sus deberes y ofrece servicios eficientes, rinde cuentas, respeta los derechos individuales y colectivos. En otras palabras, ni la ausencia del Estado ni uno despótico son compañeros de un mundo con posibilidades. Sólo lo es uno fuerte pero controlado por una sociedad vigilante y poderosa.
La realidad nacional está muy distante de este mundo que incluso en la vieja Grecia ya se lo concibió. Los esfuerzos por introducir estos principios han chocado con una cultura arraigada en la desobediencia y el culto de la ilegalidad (Lean Las costumbres de los ecuatorianos de O. Hurtado). Hasta estos días la búsqueda de subterfugios para escapar de la ley, no pagar impuestos es un juego colectivo. Y, claro, en ese ambiente la confianza se resiente, la inseguridad toma cuerpo, florece la informalidad y la tarea por sacar adelante a la sociedad se vuelve hercúlea.
Por eso y además por la inconsistencia técnica derivada de una realidad política que desafía el sentido común de la economía, sucumben los programas de estabilización indispensables para corregir el rumbo. El país se vuelve inestable y los desarreglos especialmente fiscales toman cuerpo y amenazan a las actividades privadas. Son ya 25 años desde el retorno a la democracia en el Ecuador con 16 gobiernos cuya duración varía entre 3 días y 10 años. Se expidieron tres constituciones buscando el camino perdido, pero las cosas siguen mal y ya existe un cansancio nacional peligroso que puede devenir en hechos lamentables.
El problema de fondo no se arregla con más leyes sino con un profundo cambio de la cultura política con lideres honestos y un plan serio de educación en valores y principios de la sociedad. De lo contrario, el país seguirá empantanado, con violencia y perdiendo oportunidades. (O)