La palabra nos distingue de todos los otros seres del universo y es, por lo mismo, el signo de la civilización. La palabra es el recurso necesario para que las ideas vivan, para que la belleza se exprese y la dignidad prospere. La palabra germina en las casas, es el fruto de las familias, y es el primer nexo con el hijo. Hablar significa crecer, hacerse persona, trasmontar el umbral del silencio, apostarle a la tertulia, y viajar desde la soledad de cada uno al encuentro con los demás.
Los libros son una curiosa paradoja: son palabra, pero callan mientras el lector no llega. Son el silencio en espera de que alguien los abra y permita que digan aquello que el autor alguna vez pensó. Los libros viven en el lector y guardan la memoria hecha escritura y, quizá, la carta antigua olvidada entre sus páginas. Pero los libros son peligrosos, porque son cultura, porque en ellos persiste la rebeldía, la reflexión y el testimonio. A veces, son folletos de alabanza al poder, crónicas de sumisión, compendios de mentira, pero esos no sobreviven, no pasan de la edición inicial y de la pompa de discurso. Los otros, quedan como evidencia de que hubo locos y soñadores que se atrevieron con la verdad.
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La palabra está llamada a decirse, a escribirse y a gritarse en libertad. La voz clara y firme, despojada de temor, el discurso sensato sin la plaga de adjetivos, el texto articulado sin miedo, el razonamiento lógico, todos ellos suscitan el debate, promueven la discrepancia y decantan la verdad. La república es invento de quienes, a riesgo de su seguridad y de su vida, amaron y defendieron la libertad y la palabra. La república apunta a traducir la opinión en votos, a canalizar la rebeldía, a actuar según la convicción de cada cual. Y a coincidir o a censurar sin miedo, lejos del aplauso al poderoso y del perverso interés en las prebendas. La república es mucho más que una palabra: es una convicción o, como alguien dijo, es el plebiscito cotidiano en favor de la dignidad.
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Pero, la palabra se convierte en murmullo cuando el miedo invade la sociedad, cuando la obediencia se sustenta en el temor y las convicciones quedan enterradas por los intereses. La palabra se pervierte si para decirla hay que pedir permiso, si para escribirla hay que vencer la tentación de acomodarse y arrostrar los riesgos que acosan a quien piensa diferente. La cultura es una creación de la sociedad y está hecha de palabras, y de mucha libertad y de muchos riesgos, ciertamente. Los intelectuales fueron, alguna vez, sus cultores, hasta cuando, en nombre de la justicia social, de la soberanía y de las revoluciones de todos los signos, empezó esa cruzada de mutilaciones que es la historia de los totalitarismos.
Cuando eso ocurre, la palabra se convierte en susurro. Y la libertad, en miedo. (O)