Demasiadas personas saben lo que es enfrentar al monstruo de la justicia de Florida desde el lado de los más débiles. Lo sabe Felipe Rodríguez Rosario, (Puerto Rico, 1965), un hombre espigado de piel morena que pasó más de veintisiete años en prisión, acusado de un crimen que no cometió y del que se lo exculpó en 2019. Lo sabe Johny Hincapié, un trabajador colombiano que fue declarado inocente veinticinco años después de su detención y juicio sin pruebas. Lo sabe Clemente Aguirre, un migrante hondureño de aspecto frágil que pasó catorce años en prisión, acusado de un crimen por el que fue sentenciado a pena de muerte hasta que logró demostrar que no tenía relación con ese delito. Lo sabe Joaquín Martínez (Guayaquil, 1971), hijo de padre español y madre ecuatoriana, que pasó cinco años en prisión hasta que consiguió ser declarado inocente gracias a la intervención del gobierno español que lo apoyó de forma decidida y frontal.
Todo esto lo saben decenas de personas negras, mestizas, indígenas, árabes o asiáticos de distintas nacionalidades que han pasado injustamente por las prisiones de Estados Unidos y han tenido que enfrentar a ese inconmensurable monstruo que te aplasta con su xenofobia, con su poder brutal, con su manifiesta corrupción y, especialmente, con un sistema viciado que premia y prolonga las carreras judiciales de los que investigan, acusan y dictan sentencias contra cualquier sospechoso y no necesariamente contra los verdaderos culpables de esos crímenes.
Por desgracia, aún permanecen en las celdas de Estados Unidos cientos de personas que han sido acusadas, juzgadas y encarceladas por delitos que no cometieron, porque un testigo los confundió, porque sus huellas aparecieron en un lugar imposible, porque su estado migratorio los hace vulnerables, porque no cuentan con recursos para su defensa, porque los pobres no le importan a nadie, porque todos los negros o los chinos o los árabes o los mexicanos se ven iguales; porque si los policías, fiscales y jueces encuentran un culpable ya se aseguran su trabajo para los años siguientes, aunque esa persona no sea el verdadero culpable del crimen.
Hace pocos días, quienes seguimos los casos de injusticia en Estados Unidos nos levantamos con la triste noticia de que el Tribunal de Apelaciones confirmó la cadena perpetua para el español Pablo Ibar, que cumple una condena por un supuesto asesinato de tres personas, y que se encuentra encarcelado desde hace veintinueve años intentando demostrar su inocencia en las cortes de Florida. La noticia, a la que la familia y allegados a Pablo calificaron de demoledora, en realidad no fue tan sorpresiva para los que hemos seguido su caso y los casos de muchas personas que se encuentran aún en proceso en los juzgados y cortes de ese Estado en particular.
Lo explico de otro modo: a pesar de que Pablo Ibar y sus abogados contaban con doce pruebas exculpatorias claras y fehacientes para demostrar su inocencia (porque en ese sistema viciado ciertas personas no deben demostrar la culpabilidad sino su propia inocencia), casi todos sospechábamos que mientras los procesos deban conocerse, en sus instancias de apelación, en la misma Florida, el resultado no cambiaría, pues ese monstruo que se ha creado alrededor del sistema de justicia del Estado del sol es tan complejo, tan enredado y aplastante, tan podrido en sus vísceras, que las pruebas no importan tanto como sí importan las carreras judiciales de los fiscales, jueces y policías que metieron las manos en aquel caso y que, bajo ninguna circunstancia, quieren volver a abrir su personal caja de Pandora.
En la apelación presentada el 28 de febrero de 2023, la defensa de Pablo Ibar, presentó los argumentos de su recurso con esas doce pruebas que demostraban los errores del juicio en el que su defendido fue sentenciado como autor de los crímenes. El Tribunal de Apelaciones desestimó el pedido y negó el nuevo juicio sin argumentar nada respecto de tal negativa, es decir, negó la posibilidad de que se revisen y evacúen las nuevas pruebas sin decir por qué lo hacía. Es evidente en este caso, como en tantos otros, que la consigna del sistema de justicia de Florida es proteger al propio sistema de cualquier caso que los pudiera manchar o descubrir o destruir por escandaloso, corrupto, oprobioso, infame o malintencionado.
Pablo Ibar, el joven hispano-estadounidense cuya historia ocupa gran parte de las portadas de los medios de comunicación alrededor del mundo, en especial en Estados Unidos, Latinoamérica y España, deberá esperar ahora que sus abogados presenten una moción para que el Tribunal de Apelación reconsidere su posición y elabore un fallo que aborde todas las cuestiones argumentadas en el recurso; que se refiera a cada una de las pruebas y las confronte o deseche con apego a la ley y, mientras tanto, ya se prepara la apelación ante el Supremo de Florida, otro paso más en este tortuoso camino de la batalla contra un monstruo que lo aniquila todo.
Me temo que la respuesta en el Supremo de Florida será la misma, pero al final, cuando el juicio de Pablo Ibar se logre sustanciar en otra jurisdicción por nuevas vías de apelación, cuando lo conozca y lo resuelva el Supremo de otro Estado, por ejemplo Georgia, Alabama o Mississipi, cuando su causa esté lejos de la corrupción de jueces, fiscales y policías, lejos del sol bajo el que descansa ese monstruo, allí sí al amparo de la ley y de la justicia, al amparo de las pruebas con las que cuenta en su favor, Pablo Ibar será liberado y le demostrará al mundo que siempre fue inocente. (O)