Hace pocos días -cuando terminaba abril de este año- víctima de un cáncer falleció el consagrado escritor norteamericano Paul Auster, al igual que sucedió con los grandes autores, su muerte terrenal abrió el definitivo paso a la inmortalidad, quedan poemas, novelas, ensayos, y guiones para el cine, junto con esa mágica y eterna presencia suya en el ambiente citadino de New York, ciudad a la que dedicó sus mejores logros literarios y que la supo vivificar y describir como nadie. Mientras Auster – “el poeta que escribía historias”- siga teniendo un solo lector, su permanencia será verdadera y real, así como sus ideas y pensamientos -mediante sus libros- estarán unidos a la palabra SIEMPRE.
Como trágica y fatal coincidencia en el mes de abril también murieron otros célebres personajes de la literatura universal: Miguel de Cervantes, William Shakespeare y el inca Garcilaso de la Vega, por ello la UNESCO en 1995 declaró al 23 de abril como El Día Mundial del Libro. Mucho antes de que eso suceda, un gran educador nacido en Tulcán. Ecuador, de nombre Carlos Romo Dávila, reconociendo al libro y su lectura crítica como “el mejor recurso pedagógico para la formación de niños y jóvenes” empezó también en el mes de abril de 1958 a organizar concursos y torneos alrededor de libros leídos por sus alumnos de la Academia Militar Pichincha. Romo Dávila alentaba y sugería lecturas, animaba su crítica y posibilitaba que todos los estudiantes dedicasen un tiempo al goce de la lectura. Convencido de sus ideas respecto al libro, creó un método educativo basado en la lectura comprensiva, cuyos resultados pronto fueron compartidos por otros profesores con quienes dio forma a un evento intercolegial que partiendo de la lectura “lograse un proceso creativo absolutamente inédito y de enorme valor formativo”.
Así llegó un 28 de abril de 1961, en el Teatro Atahualpa, el Primer Concurso Oral del Libro Leído. Organizado por el Departamento de Educación del Municipio de Quito, con la presencia y aval de reconocidos establecimientos educativos: Colegio Mejía, Colegio Montúfar, Municipal Benalcázar, Colegio Americano, Colegio San Gabriel, Colegio Normal Manuela Cañizares, Colegio de América, Colegio de Las Mercedarias entre otros; chicos y chicas amantes de los libros y con condiciones para la oratoria, una expresión cultural muy en boga en esos años, pusieron en marcha una singular justa cultural y educativa. Crónicas y reseñas de los periódicos de la época señalan que el recinto se llenó con cerca de 2000 entusiastas estudiantes que curiosamente “como entrada al Teatro presentaban un libro que habían leído o lo iban a leer “y que no dudaron en alentar, aplaudir y admirar a los noveles expositores.
Como era de esperarse, el evento resultó muy exitoso y pasó a convertirse en un verdadero campeonato de lectura intercolegial y un eficaz modo de descubrir los enormes beneficios que traen los libros. Se corrigieron fallas, se afianzaron aciertos, se modificaron bases y el Municipio de Quito presentó para el siguiente año la modalidad del Libro Leído Escrito, abarcando así más participantes y cubriendo los vacíos propios de un novedoso ensayo. El Concurso del Libro Leído adquirió un prestigio inmenso que lo llevó a replicarse paulatinamente en todo el país, así año tras año fue mejorando hasta alcanzar dimensiones insospechadas, pero como lo concibiera su mentalizador Carlos Romo Dávila, el Concurso sirvió y sirve para crear hábitos de lectura y ampliar tanto el número como la calidad de lectores en todo el Ecuador. Un maestro que creyó en la simbiosis estudiante- libro dio la pauta para un sueño que aún no termina de cristalizarse.
Han transcurrido más de seis décadas desde la realización de los primeros Concursos del Libro Leído y han sido muchas las generaciones, miles los jóvenes y adultos, mujeres y hombres que se acercaron a conocer, discutir y revisar pensamientos e ideas de autores de distintas latitudes. Novelistas, ensayistas, poetas, cuentistas, dramaturgos, historiadores –reconocidos y novísimos- encontraron en el lector nacional, una enorme acogida y una sensibilidad recíproca con su producción literaria. La cantidad de lectores no creció significativamente pero su calidad si lo hizo, obligando a que el sector editorial buscara recursos comerciales diferentes, así han aparecido periódicas Ferias de Libro con cada vez frescos oferentes y mayor número de visitantes o la inusitada aparición de marcas editoras con colecciones nuevas o las visitas y charlas de escritores famosos así como mesas redondas y diálogos con personalidades del mundo de las letras. El concepto de librería clásica -incluyendo la de libros “usados”- gradualmente se transformó, hoy las librerías grandes y pequeñas presentan una imagen totalmente funcional, donde vitrinas, anaqueles y espacios de lectura posibilitan el contacto con los libros. El oficio de librero, también se modificó, adquirió otra connotación y un rol más participativo frente a ávidos demandantes.
De forma espontánea, lectores de distintas procedencias, edad, género o condición, constituyen y organizan “clubes de lectura” para ejercer con marcada disciplina y rigurosidad su hábito favorito. Carlos Romo Dávila aspiraba un Ecuador apegado al libro, gracias al trabajo de intelectuales y educadores como él o como Benjamín Carrión o Hernán Rodríguez Castello, el libro – a pesar de sus precios y bajos tirajes con que se trabaja en el medio- ha terminado por convertirse en un objeto de “primera necesidad” para un privilegiado como creciente número de ecuatorianos. Miguel de Unamuno, prolífico escritor y filósofo español en una de sus frases célebres decía: “No es analfabeto aquel que no sabe leer, sino aquel que sabiendo no lee”. (O)