La derrota de la ultraderecha en las recientes elecciones cumplidas en Francia, positiva desde cualquier perspectiva que se la mire, lleva a referirnos a un evento histórico que marcó el fin del absolutismo… del Antiguo Régimen. Hasta antes del proceso electoral, Francia, Europa y el mundo veían con preocupación la posibilidad de que la nación cuna de conquistas sociales, políticas y económicas desde finales del siglo XVIII, emprenda en retroceso de los tres postulados en que debe sustentarse todo estado moderno: Libertad, Igualdad y Fraternidad.
Si bien la extrema derecha venía de perder espacio en España y el Reino Unido, parecía que el país galo podría revertir la tendencia y encauzarse a una regresión en derechos, de impredecibles consecuencias. La institucionalidad de Francia y de los países europeos en alguna medida es garantía de ecuanimidad en el quehacer público. Sin embargo, no es menos cierto que el ascenso al poder de fracciones fanáticas representa un riesgo a ser evitado, en precautela de que progresos en dignidad y en derechos humanos no sean menoscabados por políticos que dejan de mirar más allá de sus malsanas ideologías.
Hacemos cita de sectores sociopolíticos patrocinantes de coartar libertades. Desde las de pensamiento y de credo, hasta económicas en el contexto de las normas comunitarias de la Unión Europea. Transitando por la oposición a ayuda humanitaria. En nuestra zona del mundo izan banderas a favor de la ultraderecha, paradójicamente, quienes habiendo accedido a nacionalidades europeas al amparo de leyes promulgadas por gobiernos zurdos dejan de percatarse de que son igual inmigrantes. Lo son en similares términos que los ciudadanos del norte de África, con la diferencia de su enclave material y de que los norafricanos profesan una fe distinta de la católica, lo que no cabe estigmatizarlo.
La Revolución Francesa debe ser entendida bajo el precedente político que significó la independencia de los Estados Unidos. En la formación de la Unión participaron representantes de la monarquía francesa no solo con fuerzas militares. Intervinieron también, intelectualmente, célebres pensadores que abogaban por un estado democrático muy disímil del autocrático que gobernaba Francia por más de un siglo. La colaboración franca con el ejército independentista de G. Washington - motivada por la derrota de Francia en la Guerra de los Siete Años - terminó pesando al monarca. El movimiento ilustrado que rebullía en Francia ya por años conminó a su pueblo a cuestionar un régimen indefendible.
La Enciclopedia de Diderot y D´Alembert, así como las ideas del barón de Montesquieu (C. L. de Secondat), de Voltaire (F. M. Arouet) y de J. J Rousseau calaron hondo en la burguesía francesa. No perdamos de vista que al margen del papel jugado por el campesinado y el proletariado franceses en la Revolución, esta fue en verdad una de la burguesía. En la Francia prerrevolucionaria, a efectos sociales, políticos y económicos, su sociedad estaba estratificada en tres estamentos: la nobleza, el clero y el pueblo, identificado como el Tercer Estado. Lo conformaban los campesinos y pequeños mercaderes, aunque también una naciente población urbana cansada de ser menospreciada. La intransigencia monárquica le impidió reflexionar en la necesidad de prestar atención a realidades sociales gestadas en la emergente burguesía, de la que además formaban parte la aristocracia menor y el clero protestante.
Desde 1614 no se habían reunido los Estados Generales. Luis XVI los convoca para mayo de 1789 en un intento por frenar las protestas de la población. Tras pocas semanas de deliberación, el tercer estado se constituye en Asamblea Nacional. Era la procuradora del pueblo para definir el nuevo orden estatal, desligado de imposiciones de una monarquía indiferente al clamor por mejores condiciones sustanciales de vida y de respeto a su autodeterminación. El rey desafía a la Asamblea rodeando Versalles de tropas y destituyendo a su ministro de finanzas, J. Necker, personaje en quien el pueblo confiaba para la administración de las finanzas del reino. La villa se levanta y el 14 de julio de 1789 toma la Bastilla, prisión símbolo del absolutismo.
La Asamblea Nacional, transformada en Asamblea Nacional Constituyente, emprende en la abolición de muchos rezagos del despotismo. Entre estos la supresión de derechos feudales y del arbitrario sistema de cobro de impuestos. Dicta la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (agosto de 1789), que prevé los principios de libertad, igualdad, inviolabilidad de la propiedad y rebeldía frente a la opresión… pasarán a ser la cimiente de toda la legislación revolucionaria, incluyendo la división de poderes y el laicismo. (O)