“Me preocupa el silencio de los buenos”, decía Mandela. Tenía razón, como en casi todo lo que dijo el líder sudafricano. El silencio es el sepulcro de las sociedades y la lápida de la democracia verdadera, de esa que necesita de la vitalidad de la palabra y de la inquietud que suscita el debate, porque la democracia es un sistema basado en la opinión pública. El voto, en último término, es la opinión de cada ciudadano.
La democracia, como sistema que legitima el poder y articula las esperanzas de la gente, necesita de la palabra de los que producen, de los que trabajan, de los que piensan, de los que educan, y no solo del estrépito de activistas y políticos. Necesita de sociedades inquietas, efervescentes de conceptos y posiciones, y de sana y respetuosa competencia política y económica. Necesita de la diversidad entendida como diferencia tolerada y respetada.
Cuando el alboroto satura los medios y agobia desde las redes y los foros, desde asambleas y concentraciones, la voz de los “otros” se silencia, y prospera el discurso, la arenga y la mentira. La estridencia de esas voces suplanta a la de los esforzados, a la de los que construyen sin estrépito, y sin la soberbia y el disparate que toleramos cada día. Entonces, se pervierte la palabra.
Me preocupa el silencio de los buenos. Me preocupa la divergencia convertida en susurro, las miradas esquivas, la indiferencia y la banalidad que ocultan la deriva superficial de las masas y de quienes dicen que hablan en su nombre. Me preocupa la mansedumbre de los que alguna vez fueron rebeldes, de los que piensan y discrepan, pero callan ante en avance de la intolerancia. Me preocupa la soledad de los pocos que hablan distinto y de las voces en el desierto que desentonan en ese horizonte de reiteraciones y tópicos que machacan las conciencias.
Me preocupa el miedo que prospera entre la gente, y más aún, el otro miedo, el que se oculta tras el cálculo, ese que siempre encuentra atajos y justificaciones, el que explica la fraseología vana y el “arte” de hablar sin decir nada, sin convocar ni comprometerse. Y me inquieta, porque la palabra auténtica, incluso los gestos y los símbolos, se inventaron para hacer patente lo que ocurre en el ánimo de cada cual y para expresar las ilusiones de la gente. Se inventaron para hacer nuestro el mundo, y bautizarlo con los nombres de los sitios y las cosas, y también para marcar diferencias, proponer ideas y señalar opciones. Se inventaron para combatir el silencio, ejercer la tolerancia, discrepar o coincidir.
Es curioso y paradójico: entre el estrépito de una sociedad politizada y divertida, y entre los pocos espacios que deja la “cultura telegráfica”, prospera el silencio acerca de lo “políticamente incorrecto”, de aquello sobre lo que está vedado hablar con franqueza. Me preocupa el silencio que encubre las unanimidades y la uniformidad de una sociedad civil que se preciaba de lo diverso ¿Qué se hicieron aquellos debates, aquellas tesis, y esos empeños por reconocer la posibilidad de que el “otro” tenga algún grado de razón y un adarme de derecho?
Y todo esto ocurre cuando, según se afirmaba en los foros, en las redes y en los medios, que habría llegado el tiempo de los derechos y, además, en circunstancias en que esos derechos y su preservación se habían convertido en la principal tarea del Estado.
Irene Vallejo, la autora de ese libro formidable que es “El infinito en un junco” -la historia del libro y la palabra-, decía que la democracia es una conversación interminable, en la que se tejen acuerdos y diversidades. Yo diría que sí, que es un diálogo que comienza con discrepancias y que debe concluir en acuerdos indispensables y en generosidades necesarias. ¿Es posible esa democracia?
Hay derecho al silencio y hay derecho a la palabra. Lo grave es que prevalezcan la palabrería y la mentira. Y es aún más grave si el silencio es producto del cálculo temeroso, de la indiferencia, o del acomodo que significa renuncia al riesgo, a la integridad e incluso a la curiosidad. (O)