La cotidianidad de hoy está dominada por el ruido. Estamos tan acostumbrados al sonido de la ciudad, los discursos vacíos, las redes sociales saturadas de información e incluso nuestros propios pensamientos que ni siquiera notamos la ausencia normalizada de paz. Paradójicamente, mientras más ruido hacemos, menos significado transmitimos; al contrario, la acción genuina y conexión verdadera suelen manifestarse en el silencio, sin la necesidad de hacernos notar.
El ruido, en el sentido más literal, es una variación ligera de la presión del aire que puede ser necesario para llamar la atención y a la vez causar efectos nocivos a las personas. Es evidente en el movimiento de la ciudad, los pitos, el tráfico, los gritos y también es subjetivo cuando se origina en niños jugando, personas susurrando, notificaciones del celular, palabras inoportunas o gente posando; un tipo de ruido que tiene el potencial de lastimar de forma discreta.
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Respirar fuerte y hondo y sacar lo reprimido para desahogarse también es necesario y es cuando el ruido nos hace sentir vivos, cuando gritamos en una montaña, en el fútbol, o reímos con nuestros hermanos a carcajadas, cuando llamamos a los niños a cenar, o cuando pedimos auxilio a gritos: en la mayor parte del mundo, quizá la única defensa de las mujeres ante la violencia. Cómo no aceptar entonces que el ruido se vale.
Sin embargo, la exposición constante a sonidos intensos pueden mermar la salud desde molestias y estrés hasta la pérdida de audición, deterioro cognitivo o enfermedades mentales y del corazón. De ahí que por ello existen regiones en las que se cuida el ambiente y a sus ciudadanos y por tanto se aplican regulaciones sobre niveles seguros de exposición al ruido.
En otros lugares en cambio estamos expuestos al ruido diario. Al parecer, nos hemos vuelto inmunes a las alertas, y estamos tan acostumbrados a la contaminación auditiva que a veces ni reaccionamos. Lejos de lograr conexiones significativas, la competencia por llamar la atención a cualquier costo no es novedad en personas y sociedades.
Hay ruido en las noticias, en los discursos de los curules de turno, en las redes sociales que hipnotizan y también en las palabras de doble sentido, entre las líneas de correos y mensajes de celulares, en las conversaciones con familia y compañeros de trabajo o estudios, o en las publicaciones personales que rebasan eventos de orgullo hacia una alabanza rancia que busca llegar más y más lejos con un sutil ruido que dice mucho y poco a la vez.
Está también en el discurso propio, a veces irrelevante porque estamos tan pendientes del ruido externo que perdemos la capacidad en tiempo y espacio para escucharnos por dentro, observar nuestra mente y sentir que vivimos con el cuerpo. Más pendientes de responder para brillar más, antes que callar y entender para ser más; entonces ahí también maquillamos a la cara tóxica del ruido.
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Paradójicamente el ruido está también en lo que callamos premeditadamente. Quizá es más fácil hablar bien y bonito como dicte la mente antes que escuchar a la voz interior que en cambio sabe lo correcto. Nuestras creencias pueden causar un ruido adictivo a una falsa identidad que busca imponer la razón y jugar la carta comodín del chantaje en nuestras relaciones.
El ruido hace poco bien cuando nos causa estrés o nos daña neurológicamente, cuando impone el espacio y respeto del resto, o cuando se transforma en la barra brava del ego que da rienda suelta a los monos de la cabeza. Hace poco bien porque nos impide sentir internamente, escuchar, aceptar y aprender de lo que es correcto, que a fin de cuentas todos sabemos.
El bien en cambio hace poco ruido, porque no necesita de este para tener un efecto o ser valorado. La gente que actúa no suele hacer ruido, al menos no tanto, porque la acción de por si origina un merecimiento tan fuerte que prescinde del anuncio ruidoso, y en su lugar se enfoca en la sintonía de valores que tocan vidas o conectan a las personas.
El ruido puede alertarnos, acompañarnos e incluso recordarnos que estamos vivos, pero cuando se vuelve una constante, nos aturde y nos desconecta. No todo lo que es relevante necesita de anuncios ni de gritos para servir. En una sociedad donde el ruido se ha vuelto la norma, ¿te atreves a mirar lo que se oculta en tu silencio? Quizás es ahí donde podríamos encontrarnos con lo esencial. (O)