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Era un hombre brillante de risa fácil, de conversación amena, de cigarros finos, (Avo Uvezian o H. Upmann, sus favoritos) que encendía y fumaba con verdadero deleite frente a la chimenea de la casa de Sillunchi, su refugio natural. Era un tío ejemplar y cariñoso, líder de una banda de sobrinos pequeños a los que llevaba en fila india a jugar al parque la Carolina cuando no existían los peligros que hoy acechan a la ciudad.

18 Mayo de 2022 14.34

Si Luis Eduardo Aute lo hubiera visto alguna vez por las calles de Quito, habría pensado que aquel caballero ciertamente tenía aires de fakir. Y habría supuesto en ese cruce breve, por su paso elegante y por la nube de humo que lo perseguía siempre, que se trataba quizás de uno de aquellos hombres de fin de siglo que fumaban a su antojo, en cualquier lugar y sin las restricciones modernas, con una reluciente boquilla dorada en la que encajaba sus cigarrillos uno detrás de otro. Y si se hubiera detenido un instante en cualquier esquina, lo habría visto sacar su leontina y su reloj de bolsillo para confirmar que ese personaje era en realidad una especie de quijote extraviado en el tiempo.

Lo que no habría imaginado Aute, el cantor poeta, es que por su porte menudo (o quizás también por su temprana afición al tabaco, o por las dos razones) sus amigos y familiares le decían Pucho. 

La última vez que lo vi, hace algunos años ya, vestía su traje impecable de tenista. Bajo el inclemente sol quiteño del medio día, llevaba puesta su visera y sus gafas de sol, y una raqueta que era la extensión misma de sus brazos finos y de sus piernas flacas. Y jugaba tal como vivía, con humor, con coraje, golpeando esa bola con la maestría de muchos años pisando las canchas de arcilla, bromeando constantemente con el boleador que corría de un lado al otro de la cancha sin doblegarse ni al juego ni a la bromas del Pucho.

Era un hombre brillante de risa fácil, de conversación amena, de cigarros finos, (Avo Uvezian o H. Upmann, sus favoritos) que encendía y fumaba con verdadero deleite frente a la chimenea de la casa de Sillunchi, su refugio natural. Era un tío ejemplar y cariñoso, líder de una banda de sobrinos pequeños a los que llevaba en fila india a jugar al parque la Carolina cuando no existían los peligros que hoy acechan a la ciudad. 

Era un hombre de su jardín, de pasear entre los álamos plateados y los potreros verdes, de contemplar El Corazón y el Rumiñahui y extasiarse con su belleza e imponencia en esas tardes frías y luviosas en las que calentaba con sus manos una copa de brandy mientras el cigarro humeante colgaba en sus labios finos. Era un hombre de su casa, un hombre enamorado de Margarita, su esposa, su compañera de toda la vida. Era un padre orgulloso que sufrió la pérdida más grande que puede padecer un ser humano, y desde entonces su Andy se convirtió en un ángel custodio, y sus nietos el recuerdo imborrable y la extensión natural de la vida de su hijo.

Era un seguidor fervoroso de la Liga, blanco por dentro y por fuera, sufridor en las malas y chacotero en las buenas. Y era, tal vez por sobre todo lo demás, un amante apasionado del ajedrez. Hace muchos años se entusiasmó con el poema de Borges, 'Ajedrez', cuyos versos hoy recuerdo para él, para el Pucho Ayora, que estará ahora junto a su Andy, recuperando el tiempo perdido, delante de un tablero listo para una nueva partida: 

“En su grave rincón, los jugadores rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores las formas: torre homérica, ligero caballo, armada reina, rey postrero, oblicuo alfil y peones agresores. 

Cuando los jugadores se hayan ido, cuando el tiempo los haya consumido, ciertamente no habrá cesado el rito… No saben que la mano señalada del jugador gobierna su destino, no saben que un rigor adamantino sujeta su albedrío y su jornada... Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonía?” 

A la memoria de Alfredo Ayora Avellán, el querido y recordado Pucho. (O)

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