Tanto para los creyentes en dios como para quienes no lo son, la existencia de un ser superior al hombre es uno de los dilemas filosóficos de mayor complejidad a ser abordados. Dado el alcance académico de este artículo, no pretendemos inmiscuirnos en consideraciones éticas o morales alrededor de las convicciones que cada persona tenga sea para profesar una religión o para abstenerse de hacerlo.
Decimos “problema” pues al enfrentarnos a un “algo” que no puede ser desarrollado racionalmente, es indispensable al menos identificar aproximaciones que no dejen a los practicantes en absoluta indefensión lógica; la relativa estará presente en todo momento. Esto es difícil, ya que mientras más “creyente” es un individuo más resistente es a razonar; de hecho, el fundamentalismo en todas las religiones es sinónimo de dislate e ignorancia. ¿Acaso hay diferencia alguna entre la sinrazón islámica y la católica?
Para los cristianos en general y los católicos en particular, la presencia de Dios entre los hombres es de orden epilogal a la luz de la teorización de santo Tomás. Sus ideas se resumen en el imperativo de un “ser necesario” para que todo exista. En otras palabras, nada existiría frente a la inexistencia de un ente – Dios – que existe por sí mismo… “o existe un ser necesario, o nada existiría”. Tan sui-géneris acercamiento místico obliga a aceptar, de manera irracional, la sujeción del hombre a un-otro ser etéreo, lo cual contradice la autonomía y la libertad humanas, que son de su propia esencia. Filosóficamente, la teoría tomista tiene su origen en la doctrina platónica. Sin embargo, la diferencia básica, según algunos autores, radica en que el griego no llega a distinguir las perfecciones trascendentales – verdad y bondad – de aquellas de mero predicamento que son finitas. Por ende, para Platón no hay un único dios.
Frente al irracionalismo expuesto, nos encontramos con la racionalización práctica de I. Kant, a quien los católicos de extrema lo catalogan de agnóstico, que por cierto no lo es. Sin negar la existencia de dios, el filósofo la afirma pero desde una perspectiva moral. Al hacerlo, conceptúa a la moral como asomo infinitamente más pragmático que una idea mística, y es que el obrar bien o para bien no tiene origen religioso alguno. En nuestra opinión, concebir un dios en términos morales como hábito de actuación ética no es negar su existencia. Es, por el contrario, reafirmarlo como algo más tangible que un ser inaccesible. Admitir la presencia de dios con base en “sentimientos” deja de ser agnosticismo para pasar a ser inteligencia.
Agnosticismo no es negar a un dios pero colocar a la percepción inteligente por encima del contrasentido. Las cimentes de la teoría agnóstica las podemos encontrar en D. Hume (Edimburgo, 1711 – 1776), importante representante del empirismo inglés. Para este lo relevante está en el origen de las ideas, que jamás pueden abstraerse de los fenómenos, siempre sujetos a comprobación o verificación factual. Sus críticos – tanto letrados como son los teólogos, cuanto los advenedizos que solo repiten lo que terceros les transmiten – sostendrán en su contra que al ser dios un “ente” que trasciende a la lógica no puede ser concebido en términos de la razón pero de la fe ciega. En esto los extremistas católicos vulgares son ejemplares… llegan a hablar de la Biblia sin siquiera haberla leído, salvo por pasajes específicos que los toman de Wikipedia y de Tik Tok (¡?!). Así caen en el profundo hoyo de lo insustancial siendo que admiten creer en algo inaccesible, inalcanzable e impenetrable. La fe ciega es refugio que asila a los leves en intelecto.
En definitiva, el “problema de dios” no está en aceptar o negar su existencia. Cada quien se encuentra en libertad de adoptar la posición que mejor satisfaga a sus íntimas certidumbres. Lo importante es más bien dejar de aferrarse a concepciones que lejos de legitimar creencias ubican a los actores por debajo de un nivel intelectual suficiente.
Cerremos con un paréntesis, si se quiere sociológico más que teológico. Admitir la existencia de dios es en algún punto un tema de pura conveniencia social. En esto la Iglesia Católica ha sido bastante hábil. A lo largo de la historia, su dirigencia ha transmitido mensajes de ligación entre la religión y el “estatus” social, cualquiera sea el estrato en que se desenvuelvan los miembros de una sociedad. Así ha llegado inclusive a convencer a las “élites sociales” – sea cual fuese el concepto que de este término peyorativo se tenga – que profesar la fe apostólica confiere jerarquía.
Hablemos de religión, conversemos de teología… pero hagámoslo con sensatez. Nada más cargoso que escuchar argumentaciones sinsentido de quienes por emitir algo dejan en entredicho su buen juicio. (O)