Recuerdo a uno de mis primeros jefes, al cual a lo largo de los años sigo respetando por el valor de sus lecciones acerca del trabajo y la vida. Al repasar esta anécdota, estoy seguro de que reconocerá el impacto de sus palabras en mi camino profesional.
Él me decía: “es imprescindible trabajar por un no, porque eso nos ayuda a no perder el tiempo”. Confieso que en aquellos años me resultaba difícil entenderlo, tenía interiorizado culturalmente el paradigma de obtener una respuesta positiva como medida de éxito. Ahora, en una etapa profesional diferente, he redescubierto el significado de estas palabras y quiero profundizar en su poderoso alcance.
La explicación tiene mucho de sentido común: en evidencias personales, he constatado que tenemos pánico a decir “no” a algo con lo que discrepamos. Recurrimos a procrastinar, evadir e incluso a disimular “sutilmente” cuando no nos atrevemos a decir categóricamente: “no me interesa”, “no me convence”, “no lo necesito”, “no estoy de acuerdo”, etc.
Podría resultar exagerado, pero descubro que es un patrón presente en la cultura de varios países. Cuando he indagado sobre el origen de este comportamiento humano, me encuentro con respuestas sorprendentes como: “me daba pena decir que no”, “no quería herir sus sentimientos”, “no tenía el valor para desanimarlo”, “me interesó, pero por razones ajenas no podía decir que sí”, y muchos más adicionales, etcéteras.
Compartiendo el análisis con algunos colegas, hemos discutido anécdotas de la cadena de decisiones que permitan entender el impacto económico de un “no postergado”. Es necesario, instaurar un acuerdo de convivencia mínimo para quitarnos el miedo o la vergüenza a decir que no, sobre todo cuando esa es nuestra convicción.
Hace poco, invité a alguien a compartir un proyecto internacional y tenía la seguridad de que nuestra amistad de varios años nos permitiría ser claros en nuestros códigos de comunicación. Realicé una presentación de mi propuesta, le remití un documento, me dijo que lo iba a revisar, luego que estaba de viaje, después que se le había traspapelado, y finalmente, que esta misma semana me respondería y que estaba muy entusiasmado con iniciar lo más pronto posible. En esta historia transcurrió cerca de un mes y medio. Decidí insistir porque confié en que estaba frente al interlocutor adecuado y que el tiempo de espera invertido sería compensado con una respuesta seria. ¿Y adivinen qué pasó?... ¡Exacto!, nunca me respondió. Le escribí muchas veces para animarlo a que me escribiera y me dijera que no, pero eso nunca sucedió.
Proyecten ustedes la pérdida de tiempo, el costo de oportunidad y otros gastos que puede sumar la cadena improductiva de una inocente falta de valentía. Multipliquen eso por las pérdidas que le provoca a la sociedad en su conjunto cuando miles de personas experimentan hechos iguales o peores en algún momento de su vida y la cadena no se interrumpe.
Por ello, ahora que recuerdo a ese líder, he cerrado el círculo que me ha permitido entender las razones para trabajar por un NO, se trataba de una lección de respeto a mi tiempo y al de los demás.
Sin escandalizarnos, creo que es momento de liberarnos del miedo a decir que no. Hacerlo nos permitirá ser más eficientes a todos y recuperar el respeto como valor humano en decadencia.
Estoy convencido que educarnos como sociedad en la importancia de un “valeroso no” en los pequeños y grandes dilemas que enfrentamos, es una forma de hacer del mundo un mejor lugar para vivir. (O)