Partamos con la obra de Yuval Noah Harari, 21 lecciones para el siglo XXI. Es profesor de historia en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Autor también de Sapiens – De animales a dioses, y de Homo Deus – Breve historia del mañana, que junto con la primera referida conforman una trilogía de grande importancia para “juzgar” doctamente al mundo. Si bien está catalogado como historiador, para nosotros es un filósofo dadas las concepciones con que analiza el pasado, sus influencias en el presente y la derivación de los dos en el futuro.
De hecho, la teorización histórica y del mundo actual que realiza Harari proporcionan una aproximación pragmática a varios fenómenos de nuestras sociedades. Estas solo pueden ser comprendidas si nos ocupamos del hombre en sus contextos político y sociocultural objetivos… que la filosofía clásica prefiere abordarlos con proyección metafísica. El reto está en tomar a los pueblos como fruto de factores sociogénicos que lo encauzan hacia comportamientos que, a su vez, los definen como elemento dotado de racionalidad. En esto fallan las naciones que a través de sus dirigentes son inhábiles para interpretar las particulares circunstancias del ser humano.
De las lecciones de Harari interesan hoy las relacionadas con el “desafío político”. En tal provocación particular relevancia tiene el “nacionalismo”, que lo enfrenta en la trama de los problemas globales que requieren de respuestas similares. Reconoce en el nacionalismo bondades llamadas a ser ponderadas en beneficio de la humanidad, en tanto no se “metamorfosee en ultranacionalismo patriotero”. Toma como ejemplo positivo a Suecia, Alemania y Suiza, naciones pacíficas, prósperas y liberales con un “marcado sentido de nacionalismo”. En el caso alemán, por cierto, una vez que el país superó al nazismo. En el otro extremo incluye a Afganistán, Somalia y el Congo, que los considera estados fracasados ante la carencia de “vínculos nacionales sólidos”.
La Constitución de la Unión Europea, citada por el autor, transmite un mensaje trascendental: los pueblos de Europa, sin dejar de sentirse orgullosos de su identidad e historia nacional, están decididos a superar sus antiguas divisiones y forjar un destino común.
Los conflictos violentos, afirma, empiezan cuando el criterio que tenemos de nuestra sociedad como “única”, adquiere rasgos de “supremacía” en que desaparecen las obligaciones para con otros. Esta problemática, que Harari la identificó en 2018 (primera edición de su obra), se descubre dramáticamente en 2022 con la invasión rusa a Ucrania. El nacionalismo, mal asumido por un desquiciado como Putin, ha puesto al mundo al borde de una guerra generalizada… de impredecibles – o mejor de predecibles – consecuencias para la humanidad.
En nuestro criterio, América Latina merece consideraciones especiales. En buena medida el Continente ha rebasado los prejuicios propios de una excolonia, salvo por ciertos dirigentes políticos titulares de complejos atávicos a los cuales se aferran. Sin embargo, los gobiernos populistas del siglo XXI traen consigo un resurgimiento de criterios nacionalistas entendidos en error, que están imponiendo serias trabas para el debido desarrollo social, económico y cultural de la región.
Con mentalidad pueblerina digna de mejor suerte, transmiten mensaje de resistencia a la colaboración de países desarrollados para con nuestra América. Así, ven “imperialismo” en toda y cualquier iniciativa que pueda implicar asistencia para sobrepasar los graves aprietos que Iberoamérica enfrenta: económicos, delincuencia galopante, corrupción insostenible e inequidad social impresentable, entre otros. Las ofuscaciones, manías y obsesiones del populismo responden a enredos mentales de quienes lo promueven, gestados en taras de difícil superación.
Incapaces de discernir en que el “nacionalismo sano consiste en la lealtad de los ciudadanos a los intereses de la nación o del país y en la defensa celosa de su libre determinación y de sus valores” (Rodrigo Borja, Enciclopedia de la Política), optan por lo negativo. Las carencias intelectuales de los populistas llevan a tergiversar el concepto del nacionalismo hasta convertirlo en bandera de lucha de protervos intereses personales… ajenos a aquellos del pueblo que dicen defender.
El nacionalismo bueno no tiene connotación política de ideología alguna. Debe ser asumido con realismo y objetividad. Resistirse a abrir un país al apoyo de terceros en la búsqueda de soluciones a sus conflictos e insuficiencias es irresponsable. Defendamos ávidamente nuestro derecho a realizarnos como países soberanos, pero no pongamos en riesgo nuestra soberanía al permitir que deficiencias propias atenten contra el Estado. (O)