Hemos venido escuchando el mito del Metro de Quito por más de diez años. La primera vez fue en 2009, en la campaña para la Alcaldía Metropolitana. En 2013, cuatro años después, se iniciaba su construcción. Ya se hizo un “primer recorrido” del Metro en la alcaldía de Augusto Barrera, se inauguró la maqueta y la réplica en tamaño real de los trenes del Metro (pero en la superficie, en el Parque La Carolina) en la alcaldía de Mauricio Rodas y se realizó un primer viaje desde Quitumbe hasta El Labrador en la alcaldía de Jorge Yunda.
Diez años de mirar al Metro de Quito en pomposas difusiones y propagandas, en imágenes presuntuosas, en “inauguraciones” con brindis y golpecitos de orgullo en la espalda de quienes han vendido esta idea por más de una década. Quienes hemos tenido la inmensa fortuna de visitar las estaciones del Metro, hemos sido los únicos usuarios de una enorme y carísima infraestructura a la que dentro de poco tendrán que realizar su primer mantenimiento sin haber empezado con su principal objetivo. Tenemos un monstruo gigante bajo la meseta de nuestra ciudad que, mientras “duerme”, ha engendrado muchos otros monstruos en Quito.
En nombre del Metro se han construido románticos discursos que llenan de expectativa y esperanza a los quiteños. Se argumenta sobre el Desarrollo Orientado al Transporte con el que las ciudades contemporáneas deben alinearse para ser sostenibles: las ciudades deben estructurarse y organizarse desde la movilidad de sus ciudadanos. Se debe procurar que los desplazamientos sean rápidos y eficientes, y lo más cortos posibles.
Para esto, se incorpora otro discurso, el de la Ciudad Compacta: en las ciudades con estas condiciones, existe un alto grado de diversidad de usos, personas, horarios, dinámicas, situaciones, servicios, infraestructuras, equipamientos e intercambios. Es decir, en una porción pequeña de ciudad, se tiene acceso a todo lo que se requiere para la vida cotidiana. Lo óptimo es que ningún desplazamiento supere los 15 minutos de tiempo en cualquier medio de transporte. Se encuentra cerca de la casa la escuela de los hijos, la tienda del pan, el supermercado, el trabajo, el hospital, el parque, la cancha de volley, el banco, la tienda de barrio, el cine, etc.
Y, a esto, se suma otro discurso más, el de la densidad de población: para que las ciudades puedan ser compactas, es necesario que más gente se concentre en la menor cantidad de área para que se frene el crecimiento, a manera de mancha de aceite, por las zonas agrícolas y rurales de las periferias de nuestras ciudades actuales. La densidad de población, además, viene muy bien porque mientras más usuarios para el metro y los BRT (Trole, Ecovía y Metrobus) resulta más económico y asequible para todos.
Todo suena excelente. Los discursos han sido construidos de manera rigurosa y prolija, con una coherencia y sensatez envidiable. Ahora, en nombre de la densidad, diversidad y compacidad, en los polígonos de influencia del Metro se han permitido la edificación de gigantescos mamotretos, que no respetan ni su entorno edificado, mucho menos el natural. Se ha permitido hasta duplicar la altura de edificios en el mismo lote, con la misma capacidad de carga del suelo, con la misma red de servicios y con la misma cantidad de espacios públicos. Se ha vendido el aire, con desaire, para el beneficio de unos pocos.
En nombre del Metro se ha especulado por más de diez años con el valor del suelo, que se ha incrementado de manera explosiva sobre todo en las zonas próximas a sus bocas. Al final del día, se ha configurado como un elemento para la segregación socio-espacial por los altísimos costos del metro construido en sus proximidades.
Y, bueno, después de todo lo construido, de toda la especulación, de todos los discursos, de todas las discusiones, de todas las entelequias, después de tantos conversatorios, foros, conferencias, edificios, alcaldes, administraciones locales y otros monstruos ¿QUÉ SERÁ DEL METRO DE QUITO? (O)