La Globalización es el inicio de la competencia entre los pueblos. El término evoca, a priori, solidaridad, intercambios. No obstante, en su acepción liberal conlleva otro significado, muy distinto, y designa la desregulación de los mercados en todo el planeta. Ya sea porque se cree en sus ventajas o en su carácter de inevitable, este nuevo orden del comercio internacional se ha evaluado con indulgencia.
Los acuerdos de libre comercio florecieron en el hemisferio occidental desde mediados del decenio de 1980. La arquitectura de esta red arranca desde la firma el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio, GATT (1947). Evoluciona con el Tratado de Roma (1957), que instituye la Comunidad Económica Europea. Con la ratificación del Tratado de Mastricht, en 1993, se borran las fronteras europeas aduaneras y se expanden los postulados de la corriente librecambista: Finalmente, con la creación de la Organización Mundial del Comercio, OMC, en 1995, se trata de eliminar todos los obstáculos a la competencia, es decir la desregulación.
Durante mucho tiempo las instituciones internacionales consideraron que demasiado Estado mataba el crecimiento, que poca apertura lo ralentizaba. El mundo recibió las promesas sobre los efectos beneficiosos que sobre la humanidad vertería la globalización y sus alfiles, los tratados de libre comercio.
En la hora actual, cientos de acuerdos de libre comercio rigen las relaciones comerciales, con una única idea fija: la apertura generalizada del conjunto de los mercados sobre la base de condiciones definidas por los países del Norte: Se abriría el puente al primer mundo.
El pensamiento oficial sostiene que los tratados de libre comercio fomentan la competitividad de las empresas, la especialización, la innovación y la creación de nuevos servicios e industrias, un mejor acceso de las empresas a mercados potenciales, con ventajas competitivas sobre otros mercados que no mantienen acuerdos.
Sin embargo, las desigualdades no han dejado de aumentar en el mundo entero. Surge, entonces, un interrogante: ¿se beneficia del libre comercio todo el mundo, de la misma manera?
Contrariamente a los postulados oficiales, los países subdesarrollados no tienen significación comercial mayor en el mundo, pues su importancia se localiza en el plano geopolítico, es decir en su inclusión en los objetivos de las potencias o de países con intereses de expansión y dominio económico y político, liderando bloques. En ese sentido, los países tendrían que abrir su mercado a los bienes y servicios externos, además de aceptar -con la expectativa de vender más productos a mercados de enorme capacidad- cambios en sus cuerpos legales para el funcionamiento del acuerdo.
Debido a las asimetrías en la situación laboral y a las resultantes de brechas en la productividad, algunos sectores productivos verán mermadas sus posibilidades de acceder a los mercados. En consecuencia, el libre comercio puede ahondar la crisis de la economía y agravar el hundimiento de un número creciente de personas en la precariedad, como el caso de los campesinos e indígenas y las pequeñas empresas manufactureras. Cabe, por tanto, reflexionar sobre las virtudes de la estrategia opuesta: el proteccionismo, que tampoco podría garantizar por sí solo el desarrollo del país.
La apertura indiscriminada debe ser replanteada con un proteccionismo selectivo y temporal, conjugando con políticas económicas de seguimiento, a cargo del Estado. Su responsabilidad debe ser la promoción de condiciones para inducir hacia la inversión a sectores que históricamente tratan de obtener rentas a partir de la protección de los mercados.
Es necesario que las industrias estén protegidas, al menos temporalmente, y que se ponga en marcha políticas industriales que eviten que las fuerzas del mercado actúen solas. La apertura no debe significar necesariamente un incremento del poder del mercado. (O)