El invento que redefinió al mundo
La nación, un concepto aparentemente eterno, es una construcción moderna que tiene menos de tres siglos de historia en su forma actual. Con el auge de la industrialización y los movimientos nacionalistas, este invento humano ha definido mapas, identidades y guerras. Sin embargo, sus fronteras no son tan firmes como parecen, ni su historia tan antigua como nos han contado. Hoy, en un mundo con más de 8.000 millones de habitantes y 195 países reconocidos, surge una pregunta crucial: ¿es la nación la mejor manera de organizarnos como humanidad? Este es un recorrido por cómo surgió, se consolidó y por qué podría transformarse.

La idea de nación está tan arraigada en nuestras vidas que pocas veces la cuestionamos. Decimos con orgullo que somos mexicanos, franceses, japoneses o ecuatorianos como si estas identidades fueran inmutables. Sin embargo, las naciones, tal como las conocemos, son una invención reciente, el resultado de decisiones políticas, tecnológicas y culturales tomadas en los últimos dos siglos. Esta idea no solo moldeó los mapas que usamos para entender el mundo, sino que también definió quiénes somos y quiénes creemos que son los demás.

Francia es uno de los ejemplos más emblemáticos de cómo las naciones se inventaron. Hoy, este país simboliza una identidad sólida, pero hasta el siglo XIX no existía algo parecido a un "pueblo francés" homogéneo. Antes de 1800, más del 80 % de los habitantes de Francia no hablaban el idioma que hoy conocemos como francés. En cambio, se comunicaban en lenguas regionales como el bretón, el occitano y el catalán. Estas comunidades estaban aisladas por montañas, ríos y la falta de infraestructura. Sus habitantes rara vez tenían contacto con el gobierno central en París.

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El proceso de unificación comenzó con la Revolución Francesa de 1789. La idea de que el poder reside en el "pueblo" marcó el inicio de un cambio profundo. Sin embargo, esta noción era abstracta y aún no conectaba con las masas. Fue Napoleón Bonaparte quien aceleró este proceso. Durante su gobierno (1799-1815), Napoleón promovió un sentido de patriotismo nacional que unió a las personas bajo símbolos, himnos y una narrativa compartida. Además, conscriptó a hombres de todos los rincones del país para luchar en su ejército, creando un sentimiento de comunidad forzado, pero efectivo.

La verdadera consolidación llegó con la industrialización en el siglo XIX. Entre 1850 y 1900, Francia construyó más de 40.000 kilómetros de vías férreas, conectando pueblos y ciudades que antes parecían mundos aparte. El gobierno francés implementó un sistema educativo nacional en 1882 que, por primera vez, obligaba a todos los niños a asistir a la escuela y aprender francés. Los profesores se convirtieron en "soldados de infantería de la nación", enseñando no solo el idioma, sino también una historia común que exaltaba los valores republicanos y los mitos fundacionales de Francia. En menos de 50 años, un país fracturado culturalmente se transformó en una nación unificada.

Francia no estuvo sola en este proceso. En Italia, la unificación de 1861 marcó el inicio de un esfuerzo por construir una identidad nacional. Sin embargo, los retos eran enormes: solo el 2,5 % de los italianos hablaba italiano en ese momento y la mayoría se identificaba más con su ciudad o región que con el recién creado Reino de Italia.

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La industrialización jugó un papel crucial en la unificación italiana, pero incluso en 1950, casi un siglo después de su formación, solo el 20 % de la población hablaba italiano con fluidez. No fue hasta los años 60, con la llegada de la televisión nacional y programas educativos como "Nunca es demasiado tarde", que Italia logró crear una identidad lingüística y cultural compartida.

Alemania, que se unificó en 1871 bajo el liderazgo de Otto von Bismarck, siguió un camino similar. A través de un sistema escolar unificado, propaganda nacionalista y la expansión del transporte, Alemania consolidó una identidad que combinaba elementos culturales y étnicos. Sin embargo, esta narrativa de un "pueblo alemán único" alimentaría posteriormente el nacionalismo extremo que desencadenó conflictos devastadores en el siglo XX.

A finales del siglo XIX, Europa exportó su modelo de estado-nación al resto del mundo. Las colonias, tras siglos de dominación imperial, adoptaron la idea de nación como bandera para sus luchas de independencia. Países como India, Egipto y Vietnam comenzaron a imaginarse como comunidades unificadas, a pesar de que sus fronteras habían sido trazadas arbitrariamente por potencias coloniales.

En 1945, al término de la Segunda Guerra Mundial, el mapa del mundo quedó prácticamente definido por estados-nación. Naciones Unidas, fundada ese mismo año, reconoció a 51 países como miembros iniciales. Hoy, esa cifra ha crecido a 195. Sin embargo, muchas de estas fronteras no reflejan las realidades culturales, étnicas o lingüísticas de sus habitantes, lo que generó conflictos prolongados en regiones como Oriente Medio, África y Asia Central.

Si bien la idea de nación ha unido comunidades, también ha sido fuente de exclusión y violencia. En nombre del nacionalismo, millones de personas han sido desplazadas, perseguidas o asesinadas. Las guerras mundiales del siglo XX, así como genocidios como el Holocausto, son testimonio del lado oscuro de esta idea. La narrativa de un "nosotros" homogéneo implica, casi inevitablemente, la existencia de un "ellos" que no pertenece, una dinámica que sigue causando tensiones en el siglo XXI.

En un mundo globalizado, donde 281 millones de personas viven fuera de sus países de origen, surgen nuevas preguntas sobre la viabilidad de las naciones como modelo organizativo. Ciudades como Nueva York, Singapur y Londres demostraron que las identidades cosmopolitas son posibles, uniendo a personas de diversas culturas bajo valores compartidos.

Sin embargo, el nacionalismo sigue siendo una fuerza poderosa. Incluso en democracias avanzadas, movimientos populistas han revivido narrativas exclusivistas. ¿Es posible construir identidades nacionales más inclusivas? ¿Podríamos algún día superar la idea de nación para organizarnos de manera más equitativa y pacífica?

La nación, lejos de ser un concepto eterno, es una invención humana reciente, moldeada por necesidades políticas y económicas. Sus fronteras son arbitrarias, pero sus consecuencias son reales: han dado lugar a pertenencia, progreso y unidad, pero también a exclusión, guerra y prejuicio.

El reto del siglo XXI será reimaginar cómo nos organizamos como humanidad. Tal vez el futuro no esté en eliminar las naciones, sino en transformarlas, haciendo de ellas comunidades más abiertas, flexibles e inclusivas. La historia nos muestra que las ideas, incluso las más arraigadas, pueden cambiar. La nación, al fin y al cabo, es solo eso: una idea, maleable y sujeta a la imaginación humana. (O)