El mundo actual, con todos los avances tecnológicos alcanzados, que produce casi el doble de lo necesario para que todos los habitantes del planeta tengan alimento, alberga a 735 millones de personas que siguen sufriendo hambre. Una gran paradoja y un inmenso fracaso de la Humanidad a nivel colectivo.
El hambre es un fenómeno complejo; para enfrentarla no se trata de producir más. Los estudios sobre el tema revelan que en el mundo se produce lo suficiente, y de sobra. Se trata de que los que padecen ese flagelo tengan acceso a un mínimo de alimentos de forma permanente. Pero a pesar de la gravedad del asunto, de todos los Derechos Humanos, «el derecho a la alimentación es (…) el más constantemente y más ampliamente violado en nuestro planeta» (Ziegler).
El hambre y la hambruna son términos que el común usa indistintamente. La FAO distingue dos clases de hambre: i) el hambre como molestia física o dolorosa, causada por un consumo insuficiente de energía alimentaria; y, ii) el hambre persistente, ligada a la inseguridad alimentaria, en la que se carece de acceso regular a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para garantizar un crecimiento y desarrollo normales.
La hambruna es la ausencia prolongada de alimentos que produce una condición de precariedad fisiológica en un grupo humano. La hambruna masiva -y su consecuencia la desnutrición crónica- es el resultado de un concurso de factores que se manifiestan como un fenómeno social de honda repercusión: las amenazas naturales, particularmente las que afectan la producción agropecuaria, los conflictos armados, la incidencia de epidemias y la pobreza extrema, entre otros.
Ante la necesidad de erradicar el hambre en el mundo, se debe evaluar en forma crítica las políticas nacionales y de la comunidad internacional respecto a este problema ligado a la pobreza, de manera de encontrar soluciones justas y permanentes. Las interrogantes persisten, sin embargo, sobre la posibilidad real de alcanzar resultados favorables en un mundo en el cual se ha profundizado la inequidad y la polarización en el acceso a los beneficios de la riqueza generada.
De acuerdo con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el acceso a los alimentos debe materializarse en el marco normativo de la seguridad alimentaria fundada en consideraciones éticas. El hambre y la desnutrición no son solamente problemas sociales, humanitarios o técnicos; ni problemas médicos o biológicos, ni espacios naturales para la filantropía, sino verdaderos problemas políticos.
En la América Latina de los años 2000, las medidas de combate a la pobreza no introducen cambios estructurales, sino que reparten una porción del crecimiento de la riqueza, sustituyen los derechos por los beneficios materiales y visualizan a la pobreza como una amenaza a la gobernabilidad, al tratarla como un mero dato estadístico que recibe supuestas soluciones de orden técnico-administrativo (P Gaussens). De manera general, las políticas de combate a la pobreza se han remitido a una redistribución parcial de la riqueza vía el Estado hacia las clases y grupos subalternos. Los sistemas económicos de producción, distribución y acceso al alimento han fallado, lo cual obliga a penetrar en la profundidad de su contenido.
La erradicación de la pobreza extrema y del hambre debe ser una meta prioritaria a alcanzar para eliminar de la sociedad el más inicuo de los males contemporáneos, que pervive en un marco de creciente acumulación de la riqueza mundial en manos de unos pocos, y condena a millones de personas en todo el planeta a la muerte social. (O)