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Se incendia Australia, se consume la Amazonía, se incendia el Ecuador desaparecen los glaciares, los páramos van en retirada, las ciudades crecen sin orden ni concierto, y transforman al campo en barriadas. Nos achicharramos bajo solazos inclementes, o llegan las lluvias torrenciales, las ventoleras y los tifones y seguimos la ruta al precipicio, al ritmo del disparate, preocupados de los sainetes del poder. La indolencia supera la inteligencia.

11 Septiembre de 2024 13.37

El gran depredador, soberbio, cargado de intereses, indiferente a todo cuanto no sea el dinero o el poder, portador de motosierras y tractores, incendiario e irresponsable, enemigo de la tierra a la que explota. Ese es el hombre cuya conducta cerril supera todos los límites y rebasa cualquier justificación.

El planeta vive entre temperaturas infernales y fríos polares. Desaparecen los bosques, la basura inunda los océanos y bloquea los ríos. Las ciudades son focos infecciosos, trampas para una humanidad que sobrevive entre el smog, el tráfico, el cemento y la delincuencia. Presume, sin embargo, el gran depredador, de haber llegado a la cumbre de la civilización.

La inteligencia del hombre ha servido para construir cultura, tener memoria, escribir y hablar; ha servido para inventar, romper el tiempo y la distancia, sintetizar la vida, curar. Pero esa inteligencia, al mismo tiempo, ha sido la herramienta para sofisticar la guerra, idear las limpiezas étnicas, refinar la crueldad, imaginar sistemas políticos que esclavizan, invaden la intimidad y suprimen la libertad. Ha sido eficiente método para destruir el medio ambiente, recurso para negar las evidencias e inventar excusas tratando de encubrir los efectos de la depredación y la ruina del planeta. La inteligencia, el pensamiento, han sido también los agentes de este suicidio colectivo que pocos quieren ver.

Hemos creado las condiciones perfectas para derrumbar nuestra propia casa, liquidar los valores y transformarnos en bárbaros, en consumidores cómodos, en incendiarios, y así hemos abdicado de la responsabilidad que es la otra cara de la libertad. ¿Se puede ser libre en un mundo que se destruye cada día?  ¿Se puede ser libre para ejercer la depredación sin límites? ¿Para qué sirve el Estado indolente que hemos inventado ante la aniquilación sistemática del medio ambiente? ¿Es su tarea colaborar en la destrucción, o propiciar reglas que frenen la acción de los depredadores? ¿Tenemos derecho al agua limpia, al paisaje, al árbol, al páramo, a la playa, o estamos autorizados a abusar, ensuciar y contaminar?

Se incendia Australia, se consume la Amazonía, se incendia el Ecuador desaparecen los glaciares, los páramos van en retirada, las ciudades crecen sin orden ni concierto, y transforman al campo en barriadas. Nos achicharramos bajo solazos inclementes, o llegan las lluvias torrenciales, las ventoleras y los tifones y seguimos la ruta al precipicio, al ritmo del disparate, preocupados de los sainetes del poder. La indolencia supera la inteligencia.  Vivimos el tiempo del estruendo, tiempo del cemento y el smog, el plástico y la basura; tiempo del cinismo ante la aniquilación del mar, el río, el páramo y el bosque. Tiempo del "nuevo hombre", el depredador. Época de justificaciones y cegueras. (O)

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