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Toda sociedad ecuánime y equilibrada está compelida a reclamar del poder estatal el más absoluto laicismo, so pena de resquebrajar la armonía entre el pueblo que la constituye.

26 Abril de 2023 11.56

En el campo político, el laicismo se cuenta entre las mayores contribuciones de la Ilustración europea y en particular del enciclopedismo francés. Conforma una de las bases del Estado moderno, que aboga por la plena separación del Estado como sociedad política de la religión como manifestación cultural. El laicismo es la aproximación ideológica a la necesidad ético-moral de que la teología no intervenga en el quehacer estatal. Igual, que éste no lo haga en las concepciones místicas del pueblo entendido como el elemento humano constitutivo del Estado.

Si bien el laicismo responde a una exigencia racional del hombre, representa también la reacción forzosa a la negativa influencia del fetichismo en la labor pública. En el mundo occidental la idolatría fue impuesta por la iglesia católica en el propósito de trasladar su “poder celestial” al ámbito “terrenal”, lo cual es manipulación, por decir lo menos. Lo hizo durante el Medioevo, el Renacimiento, los siglos posteriores y lo sigue intentando mediante dañinos subterfugios. 

No se trata de atentar contra la libertad de credo, pero de mantener éste en la esfera personalísima del hombre. Cada uno es libre de profesar la fe que mejor “convenga” a sus convicciones e intereses, mas jamás trasponerlas en el espacio social.

La superlativa contradicción de los opositores de la secularización radica precisamente en el afán de que el Estado no intervenga en la religiosidad de los antagonistas – que de hecho el laicismo la respeta – pero pretender que el poder público se ordene por principios definidos por dogmas melindrosos. Vergonzosa incompatibilidad.

Las creencias contemplativas son hechos privados llamados a permanecer en el contorno íntimo. Cuando salen de él transgreden similares derechos de aquellos que tienen una escala de valores alejada del misticismo. A diferencia de lo asumido por el vulgo, el laicismo es todo lo contrario al ateísmo. El laico parte de respetar las confesiones de otros, al tiempo de exigir lo mismo de estos frente a los no-confesionales. Implica un esfuerzo razonado de elección y decisión. Arrojo sustentado en convencimientos propios respecto de los cuales nadie tiene por qué opinar ni procurar ser recargados en terceros. En esas circunstancias, el laico tolera por igual al creyente como al ateo. Por ende, el laicismo es la base de sana convivencia en toda sociedad objetiva y coherente.

Si la religión se atribuye la facultad de “disciplinar” a la sociedad con principios etéreos se genera un peligroso proceso de irreverencia. Insolencia hacia quienes poseen méritos producto de fundamentos válidos alejados de los religiosos. Bien afirma F. Ruffini en el sentido de que el laicismo busca “la liberación del espíritu humano de todo preconcepto dogmático, de toda traba confesional”. Esta es la cimiente metafísica del laicismo: disociar la moral extática de la honestidad pragmática, versada en el hombre como ser natural, que no incorpóreo.

Hagamos un paréntesis en Derecho. La norma está dirigida a velar por la libertad de la persona como ente social. Siendo así, el Derecho nunca puede recoger conceptos o llamados de dogmatismo religioso. La posición de las iglesias ante temas controversiales de ninguna manera cabe advertirla en previsión legal alguna. Es el caso, como lo hemos resaltado en varios artículos, del control de natalidad, del aborto, de opciones de género en relaciones afectivas y sexuales, y de otros que solo competen a los actores. Los que intercedan por lo contrario responden a trabas mentales que distorsionan el correcto acercamiento a la razón.

La doctrina refiere algunos principios del laicismo. El primero y fundamental es el imperioso menester de que las leyes dejen de acoger cánones religiosos. Si lo hacen, el régimen jurídico “pecará” de invasivo en la autonomía del ser humano para adecuar su actuar a pautas infinitamente más amplias que las dictadas por la iglesia. Exigir conductas sustentadas en el enajenamiento quimérico o utópico es garantía de conflictividad social.

De manera afín, el laicismo responde a los denominados “principios de imparcialidad”, que son dos. El neutralismo negativo obliga al Estado a inhibirse de cualquier acto de intromisión en las exposiciones devotas del hombre, y abstenerse de vetar eventos de culto. Por cierto, siempre y cuando esos actos y eventos sean lo suficientemente discretos para no ofender a quienes discrepan de los mismos. El neutralismo positivo, por su parte, conlleva el deber estatal de oponerse a pretensiones de las iglesias de que sus doctrinas sean acogidas por el Estado.

Toda sociedad ecuánime y equilibrada está compelida a reclamar del poder estatal el más absoluto laicismo, so pena de resquebrajar la armonía entre el pueblo que la constituye.  (O)

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