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Cuando la vida de las ciudades cambió, a las bolas sustituyó  el noticiero, el escenario de la televisión y la crónica roja política, y ahora, la imparable tecnología de las redes. El anonimato de las bolas y el encanto y la incertidumbre que generaban, se reemplazaron con las crudas certezas de noticias verificadas, o inventadas, evaluadas al apuro, comentadas y, últimamente, "ilustradas" con escenas de escándalos que se suceden como en un teatro de marionetas.

15 Marzo de 2024 15.43

Del mentidero aldeano y la barbería parroquial, donde antaño se fabricaban los chismes y se inventaban las "bolas", hemos pasado a cierta engolada "opinión pública" que pesa en la conciencia ciudadana con su carga diaria de desventuras.  El tránsito del portal de la Plaza Grande a la pantalla de televisión, y ahora a las redes, marca la distancia entre la sociedad modesta de personajes de "terno virado y zapatos con media suela", vigente hasta mediados del siglo pasado, y esta otra sociedad, atropelladora y consumista, soberbia y ansiosa de grandes escándalos y de peores espectáculos, cuyo apogeo ha logrado que la gente que vive pegada a sus teléfonos, haya suplantado a los eternos conspiradores de los portales quiteños.

 En aquellos largos ocios -propios de una sociedad provinciana- que se llenaban de charlas, cuentos y suposiciones, nacían las bolas y crecían al impulso de los interesados en que ocurra "algo" en el ambiente de un país dominado por la modorra. Las bolas tuvieron la virtud de propalarse con velocidad que envidiarían los modernos cazadores de noticias. Las bolas giraban en torno al eterno tema del poder, y por eso, su blanco frecuente era el Palacio de Gobierno, y casi siempre, el inefable liderazgo de Velasco Ibarra. Conspiraciones, golpes de estado y movimientos de cuarteles fueron el material inflamable de las bolas. La gente se encargaba de trasladarlas de boca en boca y de cambiarlas, en un curioso proceso de desinformación en que el autor era la propia sociedad, y no los modernos manipuladores de noticias, sondeos y consultas.

Las bolas fueron parte de la cultura de un país que prolongó los estilos coloniales hasta avanzado el siglo veinte. Las bolas eran rumores políticos y, a veces, grotescas suposiciones. Su vigencia estuvo emparentada con la vocación por el chismorreo y la especulación proverbial en la sociedad serrana. El chisme fue, y es, el dardo venenoso con el que el resentimiento salda sus cuentas; es ocasión e instrumento para satisfacer curiosidades y rencores, hacer cálculos y promover intereses. El chisme es la herramienta del estilo mojigato y soterrado que sigue obrando en la vida social y en la actividad política; ese estilo de hacer las cosas de soslayo, de cuestionar a soto voce, de insinuar, suponer y eludir la confrontación y sembrar la duda. Ese fue el ambiente en que proliferaron bolas, maledicencias y medias verdades.

Cuando la vida de las ciudades cambió, a las bolas sustituyó  el noticiero, el escenario de la televisión y la crónica roja política, y ahora, la imparable tecnología de las redes. El anonimato de las bolas y el encanto y la incertidumbre que generaban, se reemplazaron con las crudas certezas de noticias verificadas, o inventadas, evaluadas al apuro, comentadas y, últimamente, "ilustradas" con escenas de escándalos que se suceden como en un teatro de marionetas. Cuando un presentador de televisión anuncia, muy orondo de su hazaña, que se verán "escenas fuertes”, hay que asumir que se trata de una versión más detenida y complaciente con la tragedia y con la sangre que ordinariamente nos meten en los hogares, a título de competencia informativa. Parece, en tales casos, que la "ética del rating" deroga toda otra ética, incluso la que manda que se respete a los muertos y sus despojos.

En la política, a las bolas fabricadas por los habitúes de la Plaza Grande, reemplazó el noticiero puntual, el comentario exhaustivo o la insinuación taimada. Las imágenes cercanas del presidente, ministro o diputado, a causa de la televisión, y ahora de las redes sociales, perdieron la magia de la distancia y se convirtieron en caras comunes, gestos aburridos, entrecejos fruncidos y palabras esquivas. La cercanía de imágenes, escenarios y realidades mató una parte de la imaginación popular, neutralizó la magia del carisma e hizo de los liderazgos ficciones fabricadas por los sondeos, el marketing y las mentiras dichas en discursos escritos bajo el consejo de los científicos electorales. Entonces, las bolas murieron, y con ellas un estilo de política y una estrategia de opositores eternamente esperanzados en la caída del régimen.

La muerte de las bolas, y,  con ellas, de esa forma simplona e irresponsable de “hacer opinión”, provocó también la subida de esa marejada de toda suerte de aventureros políticos y de cronistas rojos de la televisión y de las redes sociales, y de programas hechos en función del escándalo y para uso de los nuevos populismos, construidos en torno a los egos inflados y las opiniones ex-cátedra de personajes que hablan, callan, mienten y desmienten en nombre de un público asombrado e impotente que les ve, les oye y les cree. (O)

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