El insulto es parte de la naturaleza humana. Está tan arraigado a nuestra forma violenta de ser, que hay evidencias de aquello por todo lado. En todas las paredes encontramos manchas profundas, de todos los colores. Freud decía que “el primer ser humano que insultó a su enemigo en vez de tirarle una piedra, fue el fundador de la civilización”. Es evidente: el insulto como agresividad verbal en vez de agresividad física salva de que nos matemos, aunque quisiéramos matar con el insulto.
Según el Diccionario de la Real Academia, significa ofender a uno provocándolo e irritándolo con palabras o acciones. El insulto es siempre un ataque, un acometimiento. Saltar contra alguien a la yugular, pero con decibeles o con gracia, asaltarlo para hacerle daño de palabra, con claro ánimo de ofenderlo. Porque siempre tiene que existir la intención de dañar, sino sería coqueteo.
Para empezar, es una manera de desahogar la ira: no es que sea muy difícil gritar algún improperio, lo difícil es llegar con el mensaje y aliviar la furia contenida. Expresar exactamente lo que se está diciendo. El insulto, que no es lo mismo que la expresión soez ni la mala palabra, no tiene nada que ver con la cultura de un pueblo; es más, muchas veces la chispa de la ofensa refleja ingenio por parte de quien la ha inferido y hay que tener arte para hacerlo.
Justamente, la vulgaridad destruye cualquier tipo de arte. Por eso, el país ha creado a personajes maravillosos, insultadores profesionales que nos han llenado de verborrea. Quien no recuerda el “ven acá para mearte, insecto hijuepucta” de Jaime Nebot. En una reciente entrevista justificó su fracaso por llegar a la Presidencia de la República a esta frase, sin embargo, esta frase memorable le va a llevar a los altares y será más recordado por esto que ciertos presidentes.
Otro insultador memorable que tenía un ingenio como pocos, una lengua doblemente afilada y una garganta feroz fue Carlos Julio Arosemena Monroy. Sus alcances no tenían limites y así como alguna vez le dio palmadas en el culo en una visita oficial al presidente Alessandri de Chile, se defendía con tremenda agudeza cuando, acompañado por mujeres de dudosa reputación, le reprocharon estar en un club exclusivo. Con genialidad respondió: “Estas que me acompañan son putas. Las de dudosa reputación son esas viejas que se quejan”. Pasó a la historia el famoso “gallo hervido”, dicho a Julio César Trujillo; o, “enano, catador de urinarios” a Juan Tama. Inigualable.
Los insultos tienen un objetivo específico: sacar ventaja sobre el oponente, avergonzar, humillar. Don Buca (Assad Bucaram) le decía a Rodrigo Borja, desde la presidencia del Congreso: “Distinguido diputado. Le digo distinguido porque desde aquí le distingo”. Sin embargo, era un monstruo (además de ser feo) de la gracia y el populismo. Según César Burgos, a Carlos Guevara Moreno lo llamó el “Ocioso de Acapulco”, porque tomó unas largas vacaciones. A miembros del Club de la Unión de Guayaquil les decía “sobacos perfumados” que asistían “a tomar whisky y comer pepinillos con palillos”. Durante sus funciones en la Alcaldía de Guayaquil enfatizaba que no permitía las cosas chuecas: “Aquí la única cosa chueca que tolero es mi cuerpo”.
Los insultos son parte del día a día y aunque haya otros que no son tan finos, los mayores surtidores de anécdotas para la historia, sobre todo las más célebres, como hemos visto, vienen de los políticos. En 1990, el diputado Leonardo Escobar le dijo “maricón” al diputado Marcelo Dotti. Insulto de poca monta, en realidad. Sin embargo, Dotti le respondió: “Soy maricón porque me acosté con tu mujer que tiene cara de hombre”. Más que insulto, parece chiste.
Jaime Roldós se refería a León Febres Cordero como el “insolente recadero de la oligarquía” y Velasco Ibarra, se refería a los socialistas como “personas con mente ratonil”. No se equivocaba. En todo caso, unos cracks. Abdalá Bucaram se convirtió en una caricatura de si mismo por sus capacidades histriónicas y era genial al momento de utilizar un defecto físico para insultar: “Barbie de Vilcabamba”, al referirse a Joyce de Ginatta, o “patacón pisado” a César Verduga. A Rodrigo Borja le dijo “nariz de tiza de sastre”. Casi nada.
Los insultos nos entretienen. Son inevitables, aunque no deberían sustituir la institucionalidad y el respeto. Por eso, cuando te llaman “año viejo mal armado”, estoy seguro de que debe ser algo para preocuparse. (O)