En febrero de 1963 la poeta y escritora estadounidense Sylvia Plath, que pocos meses antes había cumplido 31 años se levantó temprano, dejó a sus hijos de uno y dos años provistos de leche, pan y mantequilla; entró en la cocina, abrió la llave del gas y metió su cabeza hasta el fondo del horno.
Así narra los últimos minutos de vida de Plath la escritora y periodista española Rosa Montero en su más reciente libro 'El peligro de estar cuerda', Editorial Planeta 2022.
Ensayo y ficción, pero sobre todo experiencias personales que Rosa Montero investigó durante muchos años para concluir que existen muchos vínculos entre la genialidad y la locura; entre las drogas, el alcohol y la creación literaria.
La escritora establece una relación entre la creatividad y la extravagancia, entre la creación y la alucinación; se plantea si el hecho de ser artista hace más proclive el desequilibrio mental, como siempre se ha sospechado.
Cita una frase célebre de Séneca: Ningún genio fue grande sin un toque de locura y a Diderot: Cuán parecidos son el genio y la locura.
La droga reina del artista, especialmente la del literato es el alcohol, la bebida que realza la sensibilidad, la inspiración; cuando se escribe con sobriedad los relatos pueden resultar estúpidos, anota Rosa Montero.
Recurre a estadísticas para señalar que de los nueve premios Nobel de Literatura estadounidenses cinco fueron desesperados alcohólicos: Sinclair Lewis, Eugen O'Neill, William Faulkner, Ernest Hemingway (llegó a tomarse 16 daiquiris de un tirón) y John Steinbeck.
A esa lista, dice, habría que añadir a decenas de otros literatos como Jack London, Tennessee Williams, Carson McCullers, Robert Lowell, Edgar Allan Poe, Charles Bukowski, Patricia Highsmith, Stephen King, Malcolm Lowry… Los estadounidenses se han dado una maña increíble para matarse a tragos, pero no son los únicos. Menciona a Dylan Thomas, Marguerite Duras, Oscar Wilde, Ian Fleming, Françoise Sagan…
Cita anécdotas, como la de Thomas, muerto a los 39 años. Muy cerca del final le dijo a su mujer me he tomado 18 whiskies seguidos, creo es un buen récord; Faulkner desayunaba dos aspirinas y medio vaso de gin para detener el temblor de las manos y poder ducharse y afeitarse.
La bebida, apunta Rosa Montero, es una musa maligna, traicionera que te embrutece y humilla. Ni Hemingway ni Fitzgerald podían escribir sin estar borrachos.
Los creadores recurrían a otros estimulantes, Voltaire se tomaba 50 cafés al día, Balzac se bebía 40. Nietzsche era adicto a un sedante proveniente del cloroformo, Freud y Robert Louis Stevenson a la cocaína, Valle-Inclán le dio duro al hachís, lo mismo que Baudelaire.
El opio tuvo grandes seguidores en el ámbito de las artes. El dramaturgo francés Jean Cocteau decía que de todas las drogas, el opio es la droga porque permite a quien lo toma dar forma a lo informe.
Stephen King llegó a tomarse 25 latas de cerveza al día, además de cocaína, Valium, Xanax, lejía, jarabe para la tos, etcétera. Y Bukowski, en su libro 'La enfermedad de escribir' decía que después de siete u ocho años sólo bebiendo fue internado en el ala más pobre de un hospital.
'Alcohol y literatura', un ensayo de Javier Barreiro, publicado en 2017, llega hasta el fondo y hasta los nombres de los literatos españoles y latinoamericanos que llegaron a depender de la bebida.
Juan Benet, Dámaso Alonso, Alfonso Grosso, Gil de Viedma, Carlos Barral o la gran Ana María Matute. Al otro lado del océano, prosigue el relato: Juan Carlos Onetti, Alfredo Bryce Echenique, Juan Rulfo, José Donoso, Pablo Neruda o Guillermo Cabrera Infante.
La escritora española dedica la mayor parte de su libro a la memoria de Sylvia Plath que, el mismo día de su suicidio debía ser internada en un hospital psiquiátrico.
El suicidio lo aborda con profesionalismo y también plantea algunas reflexiones, como por ejemplo el del escritor austríaco de origen judío Stefan Zweig, ocurrido en Brasil en 1942, después de una vida errante que había comenzado en 1934 por causa del nazismo.
Un suicidio planificado, ordenado, con cartas precisas a los editores acerca de sus obras aún no publicadas, instrucciones para que cuiden a su perro y una carta pública de despedida.
Pero a Rosa Montero le llama la atención que en esa carta ni siquiera menciona a su segunda esposa Lotte, ella de 33 años, él de 61. Según la autopsia tomaron barbitúricos, pero la esposa murió dos horas después según la autopsia.
¿Acaso ella tuvo dudas al final? se pregunta la escritora. Los suicidios en pareja parecen dictados y dominados por la voluntad del varón y apostilla que la mayoría de los suicidas no quiere matarse, simplemente se sienten incapaces de seguir viviendo. (O)