En el debate de primera vuelta, resultó evidente que la mayoría de los candidatos coincidieron en prometer la "llegada de inversiones" como si se tratara de una fórmula infalible. Casi podría pensarse que basta con pronunciar la expresión "inversión extranjera" para atraer votos y para que lleguen recursos extranjeros que dinamicen el empleo. Sin embargo, la realidad dista mucho de ese ideal: atraer capital requiere una estrategia clara y un entorno institucional capaz de identificar y estructurar proyectos viables. El país necesita con urgencia una banca de inversión soberana, no una simple ampliación burocrática que se limite a administrar formularios.
Los candidatos suelen centrar sus discursos en la promesa de atraer capitales foráneos, sin desarrollar un plan exhaustivo que otorgue confianza a los inversores. Una banca de inversión, en su sentido más amplio, consiste en identificar oportunidades de negocio, diseñar propuestas financieras y buscar fuentes de financiación—ya sean organismos internacionales, fondos privados o grandes capitales institucionales—para llevar estas iniciativas a la práctica. Dicho de forma sencilla, se trata de promover proyectos serios con la debida planificación, en lugar de improvisar sobre la marcha con la economía nacional.
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Entretanto, y pese a la insistencia en la "confianza inversionista", los detalles para instrumentar una banca de inversión sólida brillaron por su ausencia en el debate. Mientras algunos candidatos apuestan por la transformación turística y otros por la rápida industrialización, ninguno explica con precisión cómo se trazaría la hoja de ruta para articular el financiamiento de proyectos mineros, energéticos o de infraestructura, ni los mecanismos que se utilizarían; únicamente Noboa abordó temas concretos. Sin embargo, las concesiones y las alianzas público-privadas son mecanismos arcaicos, poco dinámicos y que atraen a un grupo específico de inversionistas.
Vale la pena subrayar que no se está tratando de inventar nada nuevo. Países como Singapur o Corea del Sur han experimentado un rápido desarrollo al canalizar el capital hacia sectores estratégicos de alto valor agregado mediante mecanismos de inversión modernos. Estas economías no crecieron a base de declaraciones en foros públicos, sino a partir de planes minuciosamente elaborados y del respaldo de instituciones sólidas. No miremos muy lejos: veamos cómo Colombia y Perú han logrado una institucionalidad sólida en cuanto a la atracción de inversiones. Por el contrario, en Ecuador persiste la idea de que las inversiones llegarán de manera casi automática, sin atender aspectos fundamentales como la estabilidad jurídica, la capacidad institucional y la sofisticación de los proyectos.
Proponer la atracción de inversión extranjera no es descabellado: es, de hecho, una necesidad para el crecimiento económico del país. Se requiere una estructura bien diseñada, con proyectos concretos, seguridad jurídica y un firme compromiso en la gestión tanto a nivel nacional como internacional. La banca de inversión, anclada en jugadores externos e internos, debe jugar un papel central en este propósito, sirviendo como eje que canalice recursos hacia iniciativas sustentadas tanto técnica como financieramente.
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Se deben prescindir de los grises embajadores privados ad honorem que atraen inversiones, esos actores que poseen información privilegiada y que recorren el mundo demostrando su poderío en el aparato estatal, lo que hacen no hace sino perjudicar al país en su afán de demostrar institucionalidad. ¿Es tan costoso institucionalizar la búsqueda de inversiones?
Conviene, por lo tanto, que el gobierno empiece a escuchar más a los inversionistas serios y a los asesores extranjeros que buscan la rentabilidad. Es momento de dejar de oír los miedos de los burócratas públicos y de los asesores nacionales, cuyos conocimientos sobre mecanismos de inversión son bastante limitados, no así sus intereses en que se concrete uno u otro proyecto. Hay que mirar al mundo con ilusión y ejecutar los planes con determinación y seriedad, sino seguiremos viviendo el melancólico sueño de los pobres. (O)