Los que pertenecemos a las generaciones nacidas a partir de los años sesenta jamás hemos dejado de sentir que el país está en crisis. Sin embargo, esta verdad que resulta incuestionable también la sostenían nuestros antepasados: padres, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y demás, hasta llegar a los orígenes mismos de la República del Ecuador.
Así, muchos recordamos, primero entre nebulosas y luego con total claridad, que nuestros padres y abuelos vivían angustiados por las constantes devaluaciones del sucre, por los sucesivos golpes de Estado, por las dictaduras militares a las que despectivamente se llamaba dictablandas, por los presupuestos que siempre eran deficitarios, por la corrupción que se desbordaba, por los aterradores anuncios de nuevas medidas económicas, por los conflictos bélicos en la frontera, por los desastres naturales que nos azotaban cada tanto; por las elecciones (cuando las había y se las permitía) que renovaban las esperanzas de unos cuantos hasta que se posesionaba al nuevo gobernante que se daba de bruces contra la crisis; por aquellas sombras espectrales que sobrevolaban la política anunciándonos el fin de todos los tiempos…
Con el retorno a la democracia nada cambió en el Ecuador. Las crisis eran las mismas o incluso más profundas que las anteriores. A pesar del boom petrolero y del ingreso de divisas por la exportación de crudo, el país se caía a pedazos, el sucre se desbarrancaba y los conflictos limítrofes se agudizaban cuando peor iba la economía, y entonces se levantaba el espíritu nacionalista, y todos nuestros problemas se arrinconaban en la frontera sur y se solucionaban como por arte de magia con himnos patrióticos que nos arrancaban lágrimas de emoción, y al final no pasaba nada en el sur porque en medio de todo el revuelo surgía un nuevo desastre natural: terremotos, inundaciones, erupciones y el fenómeno del niño que nos aterraba pasando un año y nos obligaba a volvernos solidarios casa adentro, y otra vez comenzaba aquel círculo vicioso: medidas económicas urgentes, impuestos especiales, corrupción, devaluación y a la mierda los pastores por enésima ocasión…
El final del siglo XX y el advenimiento del siglo XXI dejaron al Ecuador dos regalos: la paz con el Perú y la dolarización. Con la paz se acabaron los oportunos incidentes fronterizos que ayudaban a los gobiernos de las dos naciones involucradas a esconder la basura debajo de sus respectivas alfombras. Con el dólar, en cambio, se terminaron las escalofriantes devaluaciones que obligaban a los ecuatorianos a gastarse todo el sueldo los primeros días del mes porque luego ya no alcanzaba para nada y lo poco que se recibía se convertía en agua entre las manos en pocos días (tal como hoy les sucede a los argentinos y a los venezolanos, por ejemplo), pero también se terminaron entonces los sueños húmedos de todo populista que se precie de tal, de imprimir moneda propia como si se tratara de estampitas de Santa Marianita (para que no se concrete nunca su profecía).
A pesar de los consabidos regalos, la crisis nunca se solucionó ni se la dejó de sentir. Los golpes de Estado continuaron, los presupuestos estatales siguieron siendo deficitarios, el cuco de la devaluación se transformó en el fantasma de la desdolarización, las medidas económicas jamás cesaron, los desastres naturales han sido nuestros compañeros inseparables y la corrupción es cada vez más descarada y avezada, hasta el punto en que la impunidad se ha convertido en oferta de campaña y plan de gobierno indiscutible de la clase política más mediocre, decadente, corrupta y vergonzosa que ha visto la historia republicana del país.
Pero si hablamos de crisis de verdad, hablemos de lo que sucederá en los próximos meses, en los que, una vez más, nos jugaremos todo a la ruleta electoral. De un país pobre con recursos petroleros y minerales inmensos, podríamos pasar a ser uno de los países petroleros más pobres del planeta, quizás incluso el primero en morir de inanición al lado de los pozos que ni siquiera podremos cerrar por falta de dinero. Pero, además, la oleada electoral pondrá en riesgo una de las reservas más grandes del mundo de oro y cobre, que con un par de consultas adicionales en manos de jueces constitucionales activistas, quedarán disponibles para que los ilegales y las mafias que los dirigen (y que parece que dirigen la política entera del país) las exploten a discreción sin ninguna protección al medio ambiente y, por supuesto, sin un solo centavo para el Estado que, para entonces, ya habrá entrado en terapia intensiva.
Finalmente, para que se vea más patético aún nuestro destino, esta nueva crisis, ahora sí con apariencia definitiva y terminal, tendrá un nuevo ingrediente que podría ser determinante para acabar de una vez por todas en el abismo: la inseguridad. Este fenómeno contemporáneo, que se ha convertido en el problema número uno de los ecuatorianos, es algo que no se ha vivido jamás en este país que se preciaba hace muchos años de haber sido siempre una isla de paz. Pues ya no lo somos y, por desgracia, posiblemente nunca más lo seremos.
De modo que, sea quien fuera elegido, en pocos meses deberá arreglárselas para una crisis económica, política, social y estructural de proporciones nunca antes vistas (tal como anticiparon muchas veces nuestros antepasados), con el riesgo inminente (¿ahora sí?) de que la dolarización nos diga adiós por la fuerza de las circunstancias y empecemos otra vez a tener pesadillas con las devaluaciones, y se organice un paro para derrocar al gobierno hambreador, y se tomen medidas económicas urgentes y se impongan nuevos impuestos y donaciones, y unos cuantos vivos se roben las donaciones y se vayan del país, y todo regrese al punto original de esta historia... (O)