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Quizá siempre esté en mí: en mi voz, en mi sonrisa, en mi abrazo, en mi beso y en alguna desentonada melodía. En donde esté, hoy o en cualquier mañana, ella seguirá viviendo el amor a cambio del cual esperará lo mismo que antes: nada. Dentro de mí, un amor perpetuo que es y será una cuestión de almas y no de memorias.

6 Noviembre de 2024 16.26

Hace quince años nos anunció -poniéndole sal al café- que el reloj comenzaba a contarle las horas hacia atrás.

"La vejez es dura", que al final del día debería la vejez delirar, decía.

Y así ha sido: a pesar de su esfuerzo, todo lo que guardaba se fue perdiendo. O, más bien, el Alzheimer se lo fue arrebatando poco a poco.

El olvido fue consumiendo su memoria mientras lo inexistente salía de sus cajones causando alboroto, mientras los nombres y rostros de sus familiares eran reemplazados por fantasmas, mientras quería huir del hogar para llegar a alguna casa extraviada en el tiempo para cocinarle algún plato a su difunto marido que, según ella, estaba por volver, al que llegó a confundir con su yerno acusando a mamá de haberle arrebatado el amor.

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Ella me regaló gran parte de su vida.

Mis mejores tardes de infancia las pasé con ella.

En los almuerzos me llenó de su bondad y al terminar gozábamos del agradable aroma de su infaltable café negro -sabor que hice mío con los años-.

Siempre me llamaron la atención sus lentes -tan grandes- y sus cajones, un mundo por descubrir, habitado por las baratijas que ella solía comprar en sus paseos por el centro de Guayaquil. Hoy entiendo que en sus cajones pretendía que cupiera todo el amor que guardaba para regalar.

Pese a vivir con los nervios crispados en su piel morena, fue fuerte en los momentos más difíciles. Tal vez por esa razón fue mi escudo cuando -en mi juventud- erré en la batalla. Ella me amó cuando yo menos lo merecía.

No sería quien soy si no la hubiese tenido a mi lado: ni siquiera hubiera completado aquellos deberes en donde se recortan "figuritas" -por los que dañé criminalmente muchos libros-, ni practicado tantas veces las tablas de multiplicar -como solo ella las sabía enseñar, pues aún guardaba sus huellas de maestra-, y creería que amar es sólo cuestión de libros cargados de mentirosa teoría.

También fue parte de mis peores pesadillas cuando en ellas la vi morir. Terrible imaginar que cuando despierte ella no esté ahí. 

Hoy está, pero no está. Tan presente como todo lo que se ha ido y no vuelve. La existencia se le llenó de olvido. ¿Quizá ya la perdí? Perdí su voz, su sonrisa, su abrazo, su beso y alguna desentonada melodía. O quizá la llevo en algún universo paralelo en el que se exilian las memorias, memorias que quieren olvidar lo que duele, pero se dan cuenta que, en el "manual de las memorias perdidas", no hay medias tintas: u olvidas todo y ya no duele o no lo olvidas. Y no hay memoria tan valiente que no quiera darse por vencida.

O quizá siempre esté en mí: en mi voz, en mi sonrisa, en mi abrazo, en mi beso y en alguna desentonada melodía. En donde esté, hoy o en cualquier mañana, ella seguirá viviendo el amor a cambio del cual esperará lo mismo que antes: nada. Dentro de mí, un amor perpetuo que es y será una cuestión de almas y no de memorias.

No hubo día en el que -dándome la bendición- no me haya pedido que bajara la velocidad al conducir. Si tan solo yo hubiese tenido la bendición de que ella redujera la velocidad de su vida para que fuera eterna.

Entró dócilmente en aquella noche (única manera en que sabía hacer las cosas).

Yo solo quisiera que volvamos a repasar las tablas, pues sin ella se me empiezan a olvidar.

Y repaso: uno por uno, uno. Uno, como tú y yo, abuela. (O)

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