Las extremas, izquierda y derecha, se unen en la crítica a la democracia y en torno a la impugnación a sus instituciones. La víctima más frecuente es el liberalismo, el Estado de Derecho, el parlamentarismo y la tolerancia. Las propuestas de los extremos apuntan a privilegiar a los caudillos, a los hombres fuertes y a la acción directa, es decir, a lo que en Ecuador se constitucionalizó como “derecho a la resistencia”, y en nombre del cual se asedió a la ciudad, se incendió y agredió a la policía y a sus habitantes; circunstancias penosas y repudiables de las que, paradójicamente, surgen alternativas electorales.
Si se leen los discursos fascista y comunista de los años treinta, la coincidencia en la crítica a la democracia es escalofriante. Lo que ha dado pábulo a semejantes tesis es precisamente el descrédito de la democracia, la devaluación de sus instituciones y la pérdida de credibilidad de los gobernantes y legisladores. Mala consejera es la decepción.
I.- El veneno del show.- Las campañas electorales, los actos de gobierno, los discursos parlamentarios y casi todos los eventos que, de alguna manera, concitan la atención de las masas, están saturados de estilos cercanos al show, donde predomina la gestualidad, la espectacularidad, y los aires de redentores. El objetivo de semejantes conductas no es proponer temas, ni sugerir soluciones posibles. El objetivo es construir carreras políticas y vender imagen, suscitar pasiones, apostar al voto sentimental y a la adhesión irracional. Sobre esas prácticas, se construye el populismo. Los caudillos han suplantado a los dirigentes. Basta ver las actuaciones de Trump y las de los políticos latinoamericanos, y recordar las sabatinas. El espectáculo triunfa en todas partes y arrastra al público. Los grandes auxiliares son la pantalla y las redes sociales, pero lo es también la noticia verdadera dicha a modo de párrafo de folletín, y la noticia falsa con toda su carga de inducciones subliminales. El show es parte sustancial de esa deformación de la democracia que es el “electoralismo.” Véase con sentido crítico la campaña que ya se inicia en el Ecuador, y se concluirá que, efectivamente, hay una gran carga circense en la política.
II.- La crisis de las instituciones.- ¿Cómo está la credibilidad de la Asamblea Nacional? ¿Cómo está la adhesión al presidente, y la imagen de tribunales y jueces, y la de los políticos y partidos? ¿Cómo está el principio de autoridad, la eficiencia de la administración? En condiciones nada deseables ciertamente, y con índices muy modestos y, en muchas ocasiones, escandalosos, que reflejan la dimensión de una crisis institucional compleja y persistente. El problema radica en que los sistemas republicanos auténticos tienen como sustento, no la popularidad de los caudillos, sino la credibilidad en las instituciones, que son cosas distintas. La república tiene fundamento en la adhesión de la gente a la legitimidad y funcionalidad de un régimen que se sustenta en la legalidad. Las repúblicas no son gobiernos de personas, son gobiernos de leyes, y se requiere, por tanto, un mínimo respaldo al sistema de principios y reglas jurídicas, pero ese respaldo es distinto al voto por candidatos y por discursos baladíes. Se necesita una adhesión, una convicción metida en cada persona, que permite que el sistema opere independientemente del caudillo de ocasión. A esa adhesión moral la contradicen los fracasos políticos, los descalabros judiciales, la lentitud, la corrupción, la crisis de la administración, la ineficiencia de la autoridad. El desencanto es la cara manifiesta y concreta del descrédito.
III.- Las palabras pierden sentido.- De tanto repetir los discursos hace rato ya suenan a tambor de lata. De tanto repetir, las nociones se vacían, y se convierten en tópicos. “Democracia”, “república”, “legalidad”, “legitimidad”, “derechos”, “poder”, autoridad, y otros tantos conceptos son las víctimas. Constitución, ley, seguridad jurídica, son palabras que ya no despiertan entusiasmo. Todas huelen a política, en el mal sentido del término. Entonces, el sistema queda maniatado, y prosperan las expectativas de la acción directa, el “que se vayan todos”. Y crece la tentación de la mano fuerte.
IV.- La demagogia suplanta a la verdad.- Se ha convertido en un lugar común aquello de que solo se debe hablar de lo “políticamente correcto”. Por tanto, no hay que decir la verdad. Así se arman campañas que ofrecen imposibles. Si se dice la verdad, si se señalan las dificultades, se pierde, no se llega al poder. Esto es cierto, pero pone en evidencia la conclusión inquietante de que la mentira está metida en el sistema electoral. ¿Es un vicio irremediable de la democracia, o es su deformación?
V.- La sabiduría del pueblo.- Tesis fundamental del “electoralismo” es la hipótesis de que el pueblo es sabio, que el soberano tiene ilustración suficiente e información necesaria para decidir. ¿Es esto verdad? Evidentemente, no. Ejemplos al canto: las consultas populares en las que se induce la decisión de las masas a base de propaganda, y a sabiendas de que los temas se plantean de modo malicioso, o son equívocos, o el “pueblo” no los conoce. Ejemplo, el referéndum de septiembre de 2008 en que la enorme mayoría de la gente, (99,9%), votó a ciegas por un proyecto de constitución plagada de intenciones soterradas y medias verdades, que induce al populismo, dificulta la inversión privada, burocratiza la participación popular, y permite el menoscabo de la independencia judicial. Alguien dijo, y con gran acierto, que en la democracia plebiscitaria, “el único que sabe es el que pregunta, y el que contesta nada sabe”.
VI.- La crisis de la democracia.- La crisis es evidente. La solución no es negarla ni esconderse en el discurso fácil. Si se es demócrata, hay que poner en evidencia las debilidades del sistema y procurar remedios de fondo. Mentir sobre la realidad es irresponsable. La democracia y su crisis imponen veracidad, claridad, objetividad, porque, pese a todo, el sistema democrático es el menos malo de todos los demás. Por eso, hay que señalar sus falencias, para restaurar sus valores y su efectiva vigencia. (O)