No hay pueblo en el planeta que no conozca al nutritivo tomate - por lo menos eso parecen decir sus 10.000 variedades- pero su globalización fue tan gradual como fascinante. Planta originaria de América, especialmente de Ecuador, Perú, Centroamérica y México. Los conquistadores españoles- atraídos por sus rojos y simétricos frutos- la llevaron a Europa allá por el siglo XVI, donde tuvo una dispar recepción, por un lado, las clases dominantes la consideraron una planta puramente ornamental y una curiosidad botánica, en cambio los pobres de España e Italia, después de superar miedos y temores, le integraron a su dieta cotidiana y el cultivo- estacionario y muy localizado al principio- fue paulatinamente ganando terreno.
A igual que ocurrió con la papa- otro vegetal también nativo de América- el tomate encontró desconfianza entre los europeos, que lo consideraban “nocivo y peligroso para la salud”. El nombre tomate viene de la lengua náhualt “tomatl” y algunos de los cronistas de la época le denominaron como “manzana del Perú”. El colorido y belleza de sus flores amarillas y el brillante rojo de sus frutos le dio entrada en varios jardines de Francia e Inglaterra a tal extremo que todavía en 1700 algún catálogo lo consideraba únicamente como especie decorativa.
Como dato curioso, en la mitad del siglo XVII un audaz e imaginativo agricultor de apellido Vanoni, le atribuye al tomate “propiedades excitantes y afrodisíacas” y lo empieza a comercializar con el romántico nombre de “manzana del amor”. Españoles, franceses y alemanes continuaron llamándolo “tomate” y los ingleses “tomato”, los italianos le bautizaron como “pomodoro“.
En el Viejo Continente, el interés agrícola del tomate despunta hacia el año 1800, su utilización en platos regionales y especialmente en ensaladas, provocó un aumento de su demanda y área de cultivo, proyectándose como sembradío importante en Italia, España, Francia, Inglaterra y Portugal. Los conocimientos culturales sobre el tomate eran difusos y la única referencia la constituían experiencias anónimas de los mismos humildes agricultores, por lo que un creciente número de: agrónomos, botánicos, biólogos o nuevos labradores de toda latitud, empiezan a fijarse en esta planta, arrancando interminables ensayos de campo, tendientes a mejorar su productividad: selección de plantas, control de plagas, tutoreo, distancias de siembra, fertilización, obtención de semillas, hibridación, métodos de cosecha y post cosecha, sistemas de embalaje, transporte, etc.
Con la aparición de los invernaderos, viene la posibilidad de producir todo el año, pero el fruto una vez cosechado no podía conservarse por mucho tiempo, terrible condicionante para las tomateras de antaño, problema que se solucionó con el advenimiento de la llamada “Revolución Industrial“ (segunda mitad del siglo XVIII) que entre otras cosas logró que varios vegetales pudieran ser “masivamente industrializados” en forma de conserva o pasta. A partir de entonces su requerimiento fue mayor y con ello mejoró la investigación de toda la cadena productiva. Genetistas agrícolas – de América y Europa- basados en la extraordinaria morfología de la planta de tomate desarrollaron respuestas prácticas a las nuevas exigencias productivas, industriales y gastronómicas.
Un episodio anecdótico ocurrió alrededor de 1887, Estados Unidos de Norteamérica aprobó una ley que pretendía aumentar los impuestos a las hortalizas y verduras que llegaban a su país, varios productores e importadores de tomate se opusieron, argumentando que el tomate no era una hortaliza tampoco una verdura sino una fruta. Empieza entonces una disputa que incluyó a cultivadores, agrónomos, cocineros, biólogos y hasta lingüistas. La parte oficial exponía que “el tomate formaba parte de las comidas y ensaladas y no de los postres, por tanto, no se lo podía clasificar como fruta”, mientras que los contrarios aludían “lo que forma parte de las comidas y ensaladas es el fruto y no el follaje de la planta”. El sui géneris debate concluyó mucho después, cuando botánicos consultados por la Unión Europea demostraron fehacientemente que “el tomate al ser un producto del ovario de una flor, es una fruta “.
En Ecuador- reconocida cuna del tomate- se siembran sobre las 3.000 hectáreas entre las provincias de Santa Elena y los valles de Azuay, Imbabura y Carchi, principalmente. Su cultivo abarca tomateras bajo techo (invernaderos) y al aire libre ( áreas cada vez menores). Resulta inquietante conocer que ese hectareaje se alcanza con variedades híbridas, que llegan en tarros, paquetes y sobres provenientes de otros países como Estados Unidos, Israel o Países Bajos. Por extraño que parezca dependemos de otras naciones y de casas comerciales extranjeras para cultivar y cosechar un vegetal nativo de estas tierras. Paradojas del subdesarrollo y un constante reto para la cacareada soberanía alimentaria.
En el siglo XX, exactamente en 1992, la empresa californiana Calgene, presenta con todas las rigurosas exigencias, ante la Administración de Medicamentos y Alimentos de Estados Unidos (FDA) un tomate transgénico de nombre Flav Savr (en inglés Flavor Saver que significa “salvador del sabor” ) para que sea considerada su explotación comercial destinada a la alimentación humana. Seis años más tarde, el 18 de mayo de 1998, la FDA luego de pruebas, ensayos y estudios diversos , autoriza su uso convirtiéndose oficialmente en el primer vegetal para consumo humano obtenido por la denominada “Ingeniería Genética”. Otro hito en la historia de este cultivo universal, que habiendo nacido en América y desarrollado en Europa sigue siendo un puntal en la agricultura de todo el mundo. (O)