La corrupción se adorna, se camufla y esconde, y casi nunca aparece a cara descubierta; se maquilla de eficiencia y habilidad política. Es un mal que aqueja a la comunidad. No es defecto exclusivo del Estado ni veneno que actúa solamente entre la burocracia. Es el piso en que están ancladas las deformaciones morales, las taras políticas y las malas prácticas de la sociedad. La corrupción se desliza por los pasillos de todos los palacios, prospera en los cabildeos, engorda en las leyes, crece como la hiedra y, rastrera como es, se mete entre los intersticios de la vida pública y privada.
La corrupción ya no es un episodio aislado, ni es materia de ocasional escándalo. No es solamente objeto de algún proceso. Es un estado de cosas, una suerte de aire viciado y de enfermedad colectiva. La corrupción prospera entre la tolerancia social y la veneración irracional al éxito. Y, aunque su principal motor sea el dinero, lo es también el apetito de poder. Su origen está en la caducidad de los valores, en la ignorancia de la ética.
A la corrupción le anima la lógica de los resultados sustanciales e inmediatos y, por eso, no se para en pelos a la hora de conseguirlos. Lo grave, además, es que, en todas partes, tiene barras bravas y hasta arranca aplausos bajo la perversa tesis de que cierto es que robó pero hizo obra. La tragedia radica en que esto empieza a verse como talento y astucia, como picardía tolerada, como sapada que suscita la admiración por el vivo y, a la par, el creciente menosprecio al legalista, al escrupuloso, personajes a los que, en la filosofía del cinismo que se ha puesto de moda, se les conoce como los tontos.
La corrupción se ha convertido en una cultura, en un modo de ser, y es el eje en torno al cual gira la quiebra de la democracia, la desconfianza en la autoridad, la destrucción del Derecho y la inauguración del Estado de Propaganda. Esa cultura hace metástasis, desnaturaliza los conceptos, convierte a la mentira en verdad, construye liderazgos y protege a sus mentores y beneficiarios.
La corrupción ha convertido a Latinoamérica en un sucio arrabal, y al mundo en un basurero moral, al punto que, bajo su dominio, la democracia se reduce a un cuento y la república a una burla. El tema central de la política es la corrupción y el deterioro institucional. Véanse los casos de Brasil, Argentina, Perú, Venezuela, Nicaragua, Ecuador, México, Guatemala, etc. Son la dramática evidencia de que semejante patología penetra la política condiciona la sustancia de lo público y, por cierto, salpica a lo privado y envenena las profesiones. Lo fundamental ya no es la ideología, es la corrupción como gravísimo problema nacional.
La corrupción es una enfermedad social que puede hacerse endémica. Así hay que entenderla para combatirla. (O)