Cuatro nombres que el país no debe olvidar
La vida de estos cuatro niños, además, estaba en proceso de desarrollo, en un entorno vulnerable y desventajado. Su desaparición y muerte no solo es injusta, sino que también subraya nuestra falta de empatía y humanidad.

El 8 de enero se cumplió un mes de la desaparición de Steven, Josué, Ismael y Saúl: tres adolescentes y un niño que, después de jugar un partido de fútbol, fueron retenidos por una patrulla militar cerca de un centro comercial ubicado en la avenida 25 de Julio, al sur de Guayaquil.

El 31 de diciembre, la tragedia alcanzó su punto más sombrío cuando se confirmó que los restos humanos encontrados en la parroquia de Taura —lugar a donde fueron llevados por los militares— pertenecían a los menores desaparecidos. Los niños, con edades entre 11 y 15 años, no sobrevivieron a esta brutal injusticia.

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El cierre del año se tornó amargo, al menos para mí, al ser testigo de comentarios fríos y deshumanizantes. Frases como: "Es culpa de los padres, por permitir que salgan a esa hora", "No es la primera vez que pasa; hay más casos, pero este se hizo político", o peor aún, "No eran angelitos, seguro eran delincuentes", invadieron conversaciones y redes sociales. Estos comentarios impulsaron la difusión de videos y testimonios de amigos y familiares que intentaban limpiar el nombre de las víctimas, mostrando que eran futbolistas o jóvenes alejados de bandas delictivas.

Mientras tanto, las familias de estos niños enfrentan un dolor infinito, clamando justicia y resistiendo a la desolación.

Sin embargo, noto que el análisis se reduce a juzgar quiénes eran estos niños, en lugar de defender los derechos que poseían como seres humanos, más aún siendo menores de edad, en proceso de formación y crecimiento. Cada vez que leo sobre cómo fueron retenidos, maltratados y desnudados, se dibuja en mi mente una imagen perturbadora que entristece mi alma.

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En otros escritos he señalado que el maltrato infantil es un problema latente en el país. Según la UNESCO, uno de cada dos niños menores de cinco años sufre abuso físico. Aunque no parece estar relacionado directamente, esta estadística refleja lo difícil que es trazar límites claros sobre el respeto a los derechos humanos. Parecería que todo vale, y lamentablemente, este "todo vale" ha marcado un precedente atroz de abuso y fatales consecuencias.

Lo que pienso es sencillo pero fundamental: toda vida importa, sin importar raza, condición económica o creencias. La vida de estos cuatro niños, además, estaba en proceso de desarrollo, en un entorno vulnerable y desventajado. Su desaparición y muerte no solo es injusta, sino que también subraya nuestra falta de empatía y humanidad.

Aspiramos a un país mejor, pero justificamos crímenes atroces, guardamos silencio ante injusticias como esta y evitamos involucrarnos por comodidad, miedo o conveniencia. Este silencio no mitiga el sufrimiento ni sana las heridas; por el contrario, nos hace cómplices.

Es hora de salir de nuestra indiferencia, de analizar, leer, sentir e incluso llorar si es necesario. Ignorar el dolor solo nos aleja de él temporalmente, pero el mal persiste y crece.

Con esta columna, invito a reflexionar sobre el dolor de estas familias. Un país violento no se sana con más violencia. Los derechos humanos no son negociables, y el fin nunca puede justificar los medios.

Steven, Josué, Ismael y Saúl: sus vidas interrumpidas nos recuerdan la urgente necesidad de proteger los derechos de la niñez y la adolescencia. Solo a través de la educación, el deporte y un entorno libre de violencia podemos garantizar que cada ser humano alcance su máximo potencial. Por ustedes, para que, aunque el mundo les arrebató sus sueños, estos no se apaguen en las vidas de otros jóvenes. Y por sus padres, para que la justicia, les otorgue consuelo frente a este dolor infinito. (O)