El filósofo, periodista, escritor y analista político Walter Lippmann (Nueva York, 1889-1974), en una de sus frases célebres decía: Cuando todos piensan igual, es que ninguno está pensando.
Podríamos aplicar estas palabras a innumerables grupos sociales en distintos momentos históricos de la humanidad. Si hablamos del campo político, por ejemplo, los seguidores, acólitos, cómplices, encubridores y abanderados de dictaduras, totalitarismos y caudillismos han caído inevitablemente en la tentación y el facilismo de pertenecer a la masa boba que sigue a su líder con obsecuencia y sumisión, sin pensamiento crítico ni razonamiento alguno, sin cuestionar o medir las consecuencias de un acto o de otro, tal como siguieron los ratones de Hamelín al misterioso flautista que, por una buena recompensa, ofreció limpiar al pueblo de aquella plaga.
A la política actual del Ecuador, tan venida a menos en los últimos tiempos, tan burda, irreflexiva, inculta y folclórica que provoca lástima y vergüenza, también asco muchas veces, le calza perfectamente esta sentencia de Lippmann cuando vemos que sus actores principales se han convertido apenas en los extras obedientes de una tesis o postura, en dóciles levanta manos al servicio coyuntural de un jefe.
Ahora que nos encaminamos a un nuevo proceso electoral, esos políticos subordinados y no deliberantes son parte de las larguísimas listas de candidatos seccionales que detallan en sus hojas de vida méritos deportivos, rostros de televisión, cuerpos esbeltos o exuberantes, o, peor aún, los que exhiben como medallas en el pecho el prontuario de sus delitos, glosas o causas pendientes con la justicia, o que muestran sonreídos y orgullosos sus grilletes y sus sentencias condenatorias junto a la última foto que se hicieron en lugares clandestinos con alguno de los prófugos de la justicia que los propuso como candidatos y aspira tenerlos como autoridades. Y es que, en esos casos, el que manda, manipula y ordena las ideas es el líder o el partido, mientras los demás solo callan y obedecen.
Pero también están bajo sospecha otros políticos que no exhiben prontuario penal ni muestran atributos físicos o mediáticos relevantes, pero no tienen ninguna opción de ganar una elección ni siquiera para la presidencia de su condominio. Son todos esos que han entrado en la contienda electoral por pura vanidad, por la sobredosis de lisonjas que les ha prodigado su mamá, su abuela, su compadre o cualquier otro de los suyos (algunos que los conocen tanto que jamás votarían por ellos), y, por esa razón se han convencido de que nadie merece más ese cargo, y que luego de la divinidad, en el estrato inmediato inferior están ellos que nacieron para figurar en una papeleta electoral y en los afiches publicitarios de los postes de su ciudad o de su barrio, y se auto convencen y pretenden convencernos a todos que su candidatura es cosa del destino o de alguna iluminación suprema, y todos, sin excepción, usan lemas de manada tales como: las bases me han pedido ser candidato…, he aceptado el reto…, he escuchado la voz del pueblo…, haré este sacrificio por…, y más sandeces con las que buscan justificar una absoluta irresponsabilidad.
También decía Lippmann: Se requiere sabiduría para entender la sabiduría: la música no es nada si la audiencia es sorda. Eso es lo que hemos sufrido en los últimos años: ante un grupo de actores mediocres, vulgares y sin iniciativa alguna que solo repite las tonterías que le dicta el apuntador, nos hemos convertido mayoritariamente en una audiencia risueña que aplaude a rabiar.
Y es que, al final, si todos piensan igual, la historia será siempre la misma. Los dogmas, las consignas, la repetición insensata de frases y estribillos sonsos pueden ser inocuos o divertidos incluso cuando se los profiere en un partido de fútbol o en un concierto musical, pero resultan fatales cuando se los practica con normalidad en el juego de la política. (O)