En su genialidad, Cortázar entendió que la atadura al accesorio vuelve esclavo al ser humano de esta pieza que cuenta minutos. Sin embargo, cuando nos regalan un reloj, efectivamente, no nos están regalando un reloj. En realidad, nos regalan algo más que un accesorio. No sólo es poder ver la hora en ese pedazo que ahora es "como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca", sino que va mucho más que eso: es la conciencia del paso del tiempo, que es mucho peor que "el nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo". El reloj te permite coleccionar minutos, que los ves pasar lentamente, como si estuvieras condenado a darte cuenta de que no hay marcha atrás, pero también hace que entendamos que el tiempo puede ser aterrador, como lo es esa obsesión que te provoca "de atender a la hora exacta". Que es necesario, pero aterrador.
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El reloj también nos recuerda que el tiempo se escurre. Se va. Por eso inventamos la cotidianeidad como placebo para no pensar siempre en la muerte y para hacer que el tiempo se congele. Esta cotidianeidad, como enamorarse, tener amigos, gritar goles, ir al trabajo o escribir artículos, hace que nuestra vida sea más llevadera y hace que todos los recuerdos que hacemos queden de alguna manera en la memoria, que es la única manera de detener el tiempo. Todas estas cosas, en realidad, son formas de escapar a la única conciencia insoportable que es saber de la propia finitud. Sin eso, sería imposible vivir porque estaríamos atormentados por la propia existencia. De ahí que el reloj nos sirve para saber cuándo se acaba el partido luego de gritar el gol, a qué hora llegar al trabajo o, los que procrastinamos, cuánto tiempo nos queda para mandar el artículo a la redacción (por cierto, estoy atrasado).
El tiempo es tremendamente importante y no siempre estamos conscientes de su trascendencia. Por eso, aunque el reloj nos podría generar ansiedad y nuevas obligaciones, al final nos recuerda que el tiempo pasa inevitablemente y que cada vez que cumplimos más años en realidad estamos cumpliendo menos años. Por eso, evitemos las reuniones eternas que no aportan absolutamente nada. ¡Qué pereza pasar de chisme en chisme! Que las reuniones de los domingos, que son las que valen la pena, sean productivas y no una constante crítica sobre personas que no están. Evitemos ir al hospital innecesariamente a ver enfermos o dejemos de creer que existe la obligación de recibir a viajeros al aeropuerto Evadamos conversaciones anodinas, sobre todo de aquellas que empiezan con "¿te sabes la del lorito japonés?", porque cualquier cosa que empieza así siempre termina mal.
Por eso el reloj no es el reloj. Es lo que representa. Es la actitud de entender que la vida llega puntual, que se mueve y no regresa. Es el tic tac que marca el ritmo del presente que no existe, porque avanza. Por eso, lo que nos queda es coleccionar pasos, coleccionar el apellido de los nietos, coleccionar gestos amables o sonidos agradables, que son las mejores colecciones porque se guardan en la memoria y detienen el tiempo.
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Como el tiempo es una divisa que no tiene devolución, es un bien que de verdad importa. A veces confundimos el carpe diem, el disfrute del tiempo, con hacer lo que nos da la gana. Para no confundir con un anarquismo destructivo, el reloj nos indica, cuando somos conscientes de lo que representa, que el aprovechamiento del tiempo no debe ser con excesos. Al final del día, carpe diem pero con la tranquilidad de no estar haciendo daño a nadie. Si hacemos lo que queremos, estamos destruyendo el futuro. Y eso no está bien. Las experiencias nos llevan a entender que sí, que el día es hoy, pero por las razones correctas. No por la rebeldía de hacer lo contrario a lo que hace tú papá o tu mamá. Porque la idiotez no te lleva a ningún lado.
Por eso Borges, y con esto cierro, de una forma poética y precisa, hablaba sobre el tiempo y sus consecuencias: "[...] Ya no seré feliz. Tal vez no importa./ Hay tantas otras cosas en el mundo;/ un instante cualquiera es más profundo/ y diverso que el mar. La vida es corta/ y aunque las horas son tan largas, una/ oscura maravilla nos acecha,/ la muerte, ese otro mar, esa otra flecha[...]".