Cuando fue mortal
No he dado de baja a Javier Marías ni lo imagino como un fantasma intentando volver a ningún sitio. Lo veo, como cuando fue mortal, entre las páginas sueltas de sus manuscritos, escribiendo, imaginando, tachando y reescribiendo, con un cigarrillo humeante entre sus dedos, cada una de esas frases que buscaban la perfección.

La muerte de Javier Marías sacudió al mundo literario por repentina e imprevista, por haber llegado de forma prematura cuando el escritor apenas había franqueado la barrera de los setenta años en una época de expectativas de vida que superan largamente esa edad que hoy ya nos parece temprana, y que, por tanto, conlleva un aire inevitable de tragedia y pesadumbre.

Para las letras hispanas, sin duda esta fue una tragedia mayor. Me atrevo a decir que ha sido la pérdida más importante de los últimos años porque en Marías se afincaban las principales esperanzas de otro Nobel para un escritor en lengua española, y aunque algunos nombres importantes revolotean aún los cielos cenizos de Estocolmo, una vez más este polémico premio ha esculpido ya sea por omisión o por desidia o por estupidez, por infamia o por retraso o por fatalidad, una nueva placa de autores que lo merecían y que se quedaron sin él: Tolstoi, Kafka, Zola, Joyce, Wolfe, Borges, Cortázar, Marías…

Supongo que me dolió tanto la muerte de Marías porque además del impacto de la noticia, sentí la frustración de muchos, quizás de él mismo si es que en su trance alcanzó a comprender a tiempo que se le iba la vida, que aún quedaban pendientes demasiadas historia por contar, alguna asumo que incluso estaba tomando forma en esa máquina de escribir que desde ese día ha hecho silencio de pronto y para siempre, y que otras historias que tan solo las conocía su mente, ya nunca las leeremos ni sabremos de ellas jamás; y sentí también, por supuesto, que el Nobel sin su nombre, como sucedió antes hace tiempo, ya no es lo mismo. 

Apenas leí la noticia, recordé aquel inicio intrigante, inolvidable de 'Mañana en la batalla piensa en mí': “Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros”. Y pensé entonces, lo pienso hoy todavía constantemente, si estas palabras suyas que repasó y escribió tantas veces, palabras que leyó hasta el cansancio, volvieron a su mente como un último recuerdo, o si fueron otras las frases propias o ajenas (Shakespeare o Faulkner, o algún fragmento de sus últimas lecturas) las que lo sorprendieron en el suspiro final. O si, esa expiración última llegó de pronto en la profundidad del sueño, sin voces, sin letras, sin sonido alguno, en las plácidas tinieblas de la inconsciencia.

Pero en realidad prefiero pensar que Javier Marías, a quien nunca conocí personalmente (otra frustración que se me atragantó desde ese día), que seguro dejó un libro a medio leer sobre su velador o que dejó una página escrita a medias, o tal vez una frase que no aclaraba del todo una nueva y larguísima digresión, o que necesitaba más palabras para cubrir todos sus ángulos posibles, se vio sorprendido por la muerte evocando una oración de aquella lectura, o un fragmento de su página ya inconclusa, o de aquella digresión que se desvaneció en ese mismo instante con él.

Volví ese día, como quien vuelve a acariciar la ropa del ser ausente o quien palpa sus posesiones favoritas o recorre sus rincones preferidos, a repasar los libros de Marías en mi biblioteca. No encontré 'Corazón tan blanco', quizás su mejor novela, y aún me reprocho haberla prestado o perdido (si llega este artículo al que la tenga, le ruego devolverla pronto). 

Pasé por alto los tres volúmenes de 'Tu rostro mañana', pues no pude con ellos en su momento y pienso -espero- que habrá una nueva oportunidad para entrar en ese mundo. Y releí uno de los relatos de 'Cuando fui mortal', justamente el que da nombre al libro, para descubrir en él esta frase que hoy resulta tan oportuna: “A menudo fingí creer en fantasmas y fingí creerlo festivamente, y ahora que soy uno de ellos comprendo por qué las tradiciones los representan dolientes e insistiendo en volver a los sitios que conocieron cuando fueron mortales…”. 

Abrí también 'Los enamoramientos', tal vez buscando algo que encontré en su primera página, en una cita resaltada por mí mismo años atrás: “Es sólo que cuando alguien muere, pensamos que ya se ha hecho tarde para cualquier cosa, para todo —más aún para esperarlo—, y nos limitamos a darlo de baja…”. 

Y no, no he dado de baja a Javier Marías ni lo imagino como un fantasma intentando volver a ningún sitio. Lo veo, como cuando fue mortal, entre las páginas sueltas de sus manuscritos, escribiendo, imaginando, tachando y reescribiendo, con un cigarrillo humeante entre sus dedos, cada una de esas frases que buscaban la perfección. Lo veo y lo descubro en la relectura actual de 'Negra espalda del tiempo', para emprender desde su novela más íntima esta suerte de homenaje silencioso a otro de los escritores que nunca necesitará del Nobel para trascender y sobrevivir durante muchos siglos a sus lectores. (O)