Lamentablemente vivimos en una sociedad en la que mucha gente prefiere ser superior a ser mejor. La mediocridad de imponerse a gritos y no por el talento y las virtudes hace que muchas personas no vean por los otros, sino por la creencia ciega de que el punto de vista que esa persona defiende es el que debe primar. Quien descalifique la opinión contraria tachando a quienes la defienden de traidores, antipatriotas o retrógrados se instala en una superioridad moral que impide la discusión democrática.
Cuando esto sucede, esta superioridad moral viene acompañada de falta de inteligencia o de la necesidad de proteger intereses personales (o ambas). Por eso, en este juego y estrategia tampoco se permite deliberadamente el debate, quedando como única opción aceptar sin condiciones la idea impuesta. Lamentablemente, desde hace algún tiempo el país ha caído en este Game of Thrones en el que imponer ideas es lo común y la discusión lo cuestionable. Bajo esta lógica triste y equivocada, quienes detentan el poder no quieren ser cuestionados, solo obedecidos.
Si los problemas de los pueblos serían fáciles de resolver, es probable que no necesitaríamos presidentes, paros o incluso no estaría escribiendo este artículo. Pero no lo son. Los problemas existen y en países menos desarrollados como el nuestro las necesidades insatisfechas son muchas más, porque el Estado, usualmente con escasos recursos, no logra cubrir todas las necesidades de sus habitantes.
Pero para resolver estos problemas primero hay que pensar en ellos. No desde una mirada única. Si los políticos de distintas tendencias, huelguistas, autoridades y ecuatorianos en general quisieran resolver los problemas comunes del país, pensaríamos en una agenda única para ver cómo se puede resolver los problemas de salud, educación, seguridad, etc., independientemente de la tienda política o de la ideología que cada uno tenga. Usar el poder para resolver problemas sociales, no para servirse de éste.
Pero no. Desde la superioridad moral del cacique de turno tuvimos que soportar una paralización casi completa del país. Porque si pensáramos como país, veríamos la destrucción que esto causa. Sin embargo, cuando políticos desde el extranjero que comen moules con frites desde la comodidad de un ático quieren imponer un libreto o cuando líderes indígenas desde El Arbolito buscan pretextos para lograr sus cometidos (no los que ponen sobre la mesa), no es pensar en el país. Es pensar en intereses personales, en movimientos de ajedrez para lograr conveniencias propias en detrimento del bien común. Como menciona Pablo Velasco (@pablovelascoec) en un twit, lo que sucede en este país es que lamentablemente vemos que la prioridad de los partidos políticos no es representar a sus votantes o incluso tener éxito electoral, es sobrevivir.
No hay país en el mundo que no tenga que lidiar con los más variados problemas; sin embargo, ¿se solucionan los problemas paralizando al país? Lo dudo. Estas medidas de fuerza se justifican como de ultima ratio, pero todo tiene límites. Esta vez perdieron muchos, para dar gusto a unos pocos.
Dejemos de pensar en la moral del cacique de turno. Unámonos por objetivos como país y dejemos de dividirnos por ideologías. Por eso, parafraseando a Daniel Innerarity, aspirar a tener mejores opiniones suele ser incompatible con considerarlas superiores. Eso nos ayudará a crecer, a entrar en razón gracias a la posibilidad de contradecir y sopesar cuales son las mejores opciones.
Ya estamos cansados de tantos seres superiores que han hecho mucho daño por pensar en sus propias empresas, de tantos seres iluminados que, al final del día, lo único que buscan es proteger sus espacios de poder, en detrimento del interés común. Ha pasado la época del Mesías, del dogma y los golpes de pecho. Hoy podemos discutir, es lo deseable, y vivir en libertad, que es lo que corresponde en una sociedad civilizada. Solo es cuestión de aspirar a ser mejor. (O)